Orgías de dominación y sangre en un gimnasio de Bilbao
El autodenominado maestro shaolín fue juzgado por matar a dos mujeres en 2013 en el local en el que enseñaba artes marciales
Dos veces había vivido la misma orgía de sexo y sangre. Y tal vez habría proseguido su enloquecida carrera criminal si la Ertzaintza no hubiera puesto fin a su aterrador descenso a los infiernos. Juan Carlos Aguilar, hijo de Absalón y Severina, nacido en 1965 en Barakaldo (Vizcaya), autodenominado monje shaolín, fue juzgado por matar a dos mujeres en 2013. Ya decía en su página web que conocía el sufrimiento desde que era niño y que había vivido un infierno desde que uno de sus hermanos le iniciara en las artes marciales hasta convertirse en monje shaolín en la provincia china de Henan.
Sobre las 3.20 del 25 de mayo de 2013, Aguilar iba en su Mitsubishi por la calle del General Concha, de Bilbao, cuando invitó a subir al coche a la colombiana Yenny Sofía Revollo Tuirán, que a sus 40 años era madre de dos hijos. La mujer pasaba por un mal momento, que ella ahogaba en alcohol. Aquella noche estaba muy borracha.
Llevó a Revollo a su gimnasio de la calle de Máximo Aguirre, número 12, y tras maniatarla, la mató. Después se fotografió en actitud obscena junto al cuerpo desnudo de la víctima. Posteriormente diseccionó el cadáver. Con la precisión de un experimentado carnicero, seccionó las falanges de los dedos índices, extrajo las prótesis mamarias… y parte de los restos los escondió en un falso techo, otros los quemó en el gimnasio, y otros los guardó en su piso del número 5 de la calle de Iturriza. A lo largo de las horas iría arrojándolos a la ría de Bilbao o en la basura doméstica.
En los días posteriores, el autoproclamado fundador del monasterio budista Océano de la Tranquilidad continuó impartiendo clases a sus prosélitos. Como si nada hubiera pasado. Solo una de sus más fervientes discípulas le notó más nervioso e irascible que de costumbre. Y eso que con frecuencia sufría estallidos de ira que sus adeptos atribuían a su afán por enseñarles el manejo de la espada o hacerles alcanzar el nirvana.
En la madrugada del 2 de junio volvió a la calle del General Concha, donde contactó con la nigeriana Maureen Ada Otuya, de 29 años. Ambos se encaminaron al gimnasio. Tras mantener relaciones sexuales, él maniató y amordazó a la mujer, a la vez que comenzaba a estrangularla y a golpearla con saña en la cabeza y el abdomen. Durante 500 minutos interminables, Otuya padeció un tormento espeluznante. Al cabo de nueve horas de martirio, sobre las tres de la tarde, logró zafarse y, aterrorizada, trepó a trompicones los 20 escalones que la separaban de la salida. A través de las rejas de la cancela lanzó desesperados gritos de socorro.
Verónica L., una vecina que pasaba por la acera, alertó a la Ertzaintza. Cuando entraron los agentes, encontraron al guerrero budista fuera de sí, con el torso desnudo y las manos ensangrentadas. Otuya agonizaba: tenía cinco vueltas de cordel enroscado en el cuello, además de una brida de plástico y cinta adhensiva. En el registro del gimnasio, los ertzainas descubrieron varias bolsas con restos humanos, además de espadas, hachas, sables, palos, cuchillos, una sierra, una pistola, cintas de video, cedés y fotos de mujeres desnudas o vestidas con ropa provocativa y en actitud lasciva. La víctima murió 48 horas después en el hospital.
Después de escalar a los 5.550 metros, sentía que su “pensamiento iba más lento”, que se desconectaba, declaró
El presunto homicida tenía un ejército de adeptos y, sobre todo, de adeptas que lo admiraban hasta el paroxismo. Mujeres como Eva, Carolin, Ekaterina, Begoña, María José, María del Mar, Cristina y Ana, que no sólo mantenían relaciones íntimas con “el maestro”, sino que sentían por él auténtica veneración. Ana, una aparejadora de Bilbao de poco más de 40 años, era uña y carne con Aguilar. Ella misma, que se definió ante los ertzainas como su novicia, dijo que le estaba agradecida porque era una mujer “antisocial” y él le “había enseñado a comunicarse con un hombre, a saber cómo es la vida”.
A Ana no le importaba que su guía le llamara “puta”. Ni que quisiera practicar con ella los más abyectos juegos sexuales. Ni que se acostara con Begoña, con Ekaterina o con otras. Ni que la obligara a vestirse de monja o de enfermera. Ni que en más de una ocasión, como ella declaró, se le fuera “la olla” y le apretara el cuello hasta casi dejarla sin aliento. Begoña, sumisa como un cordero, accedía a todos los caprichos del líder, aunque definió a Aguilar como un tipo “soberbio, prepotente, manipulador y egocéntrico” hasta el punto de conformar su gimnasio en una especie de “secta”.
José Miguel Fernández López de Uralde, acusador particular en representación del padre y un hermano de Otuya, considera que el falso monje shaolín “disfrutaba manteniendo prácticas sexuales de dominación con mujeres indefensas, golpeándolas hasta la muerte, a la vez que recogía dichas prácticas en soporte fotográfico para su posterior disfrute”. Así, la policía vasca descubrió en la memoria de una cámara fotográfica 74 imágenes en las que aparece Aguilar con una mujer viva, desnuda y maniatada y más tarde con esa misma mujer muerta. También localizó dos fotos tomadas 35 horas después en las que se ve en primer plano a una mujer con los ojos vendados —una tal Eva con la que el falso shaolín mantenía relaciones desde hace años— teniendo como telón de fondo el cadáver de la primera.
Nadie sabe qué extraño cortocircuito se produjo en las neuronas del presunto homicida para inducirle a semejante carnicería. Nadie ha logrado entrar en los arcanos de su mente. Se niega a ser sometido a examen psiquiátrico. En marzo de 2010, había acudido a la Clínica Universitaria de Navarra por “problemas de memoria”. Relató que en diciembre de 2008, mientras escalaba a 5.550 metros de altitud, tuvo la sensación de una muerte inminente. “Desde ese día, mi pensamiento va más lento, tengo desconexiones, siento que el cerebro se me para”, agregó. Los médicos le descubrieron un “quiste aracnoideo en el temporal izquierdo, de naturaleza congénita”. Le prescribieron un fármaco para tratar las alteraciones de la memoria y del comportamiento. Nada más.
En su declaración ante la Ertzaintza, el presunto criminal relató que la primera mujer fallecida empezó a “desvariar” cuando ambos estaban en su gimnasio, lo que hizo que él sufriera “un ataque de ira descontrolado” a causa del “tumor” que padece en la cabeza. “Al darme cuenta de que estaba muerta, intenté deshacerme de ella. Tuve flashes en la percepción. Se mezclaba la realidad con pérdidas de control. Como me pasa desde hace cuatro años”.
Jorge García-Gasco Lominchar, el abogado que lleva la acusación en nombre de un hermano y un hijo de Yenny Sofía Revollo, describe a Aguilar como un hombre con tintes mesiánicos. Pero no cree que hiciera lo que se supone que hizo por haber perdido el juicio, ni que el quiste cerebral merme sus facultades. Tampoco lo cree Tamara Martínez, la letrada que representa a la acusación que ejerce la asociación feminista Clara Campoamor. “Es muy listo, muy calculador y muy manipulador. Tenía cierto enganche social, conectaba bien con la gente y aprovechaba sus apariciones en televisión”, dice. Una de estas intervenciones, bajo el nombre de Huang C. Aguilar, fue en el año 2000 en el prestigioso programa Redes de TVE, dirigido por Eduard Punset.
Francisco Javier Beramendi, el prestigioso penalista que defiende al presunto criminal, no reveló cuál sería su estrategia: “Nunca hablo de los asuntos que llevo y menos aún cuando el caso no ha sido objeto de resolución definitiva”. La justicia dirá la última palabra.
*Este artículo apareció publicado el 24 de agosto de 2014
Condenado a 38 años de cárcel
Juan Carlos Aguilar, el falso monje shaolín, fue condenado el 30 de abril de 2015 a un total de 38 años de cárcel por asesinar con alevosía a Yenny Sofía Revollo y a Maureen Ada Otuya. El juez de este proceso, Manuel Ayo, asumió el veredicto que el jurado popular había emitido una semana antes. Durante el juicio, Aguilar reconoció ser el autor de las dos muertes.
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