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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Amagos y afectos

Hay que hacer ver a los catalanes que pueden sentirse en casa en España

Contaba el profesor Michael Ignatieff durante el debate celebrado el pasado 10 de junio en la Fundación del diario Madrid con el profesor Francesc de Carreras, dentro del ciclo “España plural, Catalunya plural”, sus conversaciones con dos políticos ingleses activos partidarios de que Escocia se mantenga en el Reino Unido. Le explicaban ambos cómo los intentos de atemorizar a los escoceses con su exclusión de la UE y de la libra no habían funcionado. Y le pedían consejo sobre qué funcionó en Canadá cuando el referéndum de 1995. La pregunta era sobre la permanencia de Quebec en la federación y el resultado por una exigua diferencia —cincuenta mil votos de un total de cinco millones emitidos— fue el rechazo de la independencia. La cuestión es si funciona apelar al corazón. Ignatieff sostiene que así fue en el caso de Canadá, porque mucha gente del resto del país acudió a Montreal para decirles a los québécois que les querían y que querían que permanecieran juntos a ellos.

Los québécois prefirieron por esa diferencia irrelevante que las dos naciones compartieran un mismo Estado. Y los canadienses británicos siguieran sin oponerse a que los francófilos tuvieran una identidad diferenciada ni a que su primera afinidad fuera con Francia en vez de con el Reino Unido. A Quebec se le reconocía una legitimidad constitucional para hacer lo que quisiera pero dentro de un mercado único, el canadiense, y compartiendo la política económica, exterior y de defensa de Canadá. En suma, Ignatieff recomendaba a los británicos que encontraran alguna fórmula que permitiera un entendimiento funcional, mejor aún si fuera afectuoso. Pero apuntaba que su sentimiento sobre Quebec era muy emotivo y que su visión de los problemas del Reino Unido y de España permanecía ligada a la condición que ambos países compartían de ser Estados multinacionales, multiétnicos, y multilingüísticos, lo cual estimaba de una graduación muy superior al empobrecimiento resultante de la homogeneidad impuesta en cada uno de esos planos.

La primera aproximación al nacionalismo es la pasión de sentirse en casa cuando estás en tu país, hablas tu idioma, puedes educar a tus hijos en esa lengua, sientes —como escribía Isaiah Berlin— que estás con gente que no solamente sabe lo que dices sino también lo que quieres decir. Pero después vienen los homogeneizadores partidarios del fraccionamiento, adversarios de la heterogeneidad, las élites con proyectos políticos nacionalistas al servicio de sus mezquinos intereses, empeñados en la construcción de identidades antagónicas. De modo que si eres un buen español estás inhabilitado para ser un buen catalán o viceversa. Porque, según nuestro autor, el proyecto secesionista comienza con una suposición totalmente falsa sobre la identidad humana. Y si, por ejemplo, la escisión de Cataluña se consumara, dejaría a muchos con el alma partida al verse obligados a tomar decisiones existenciales contra su voluntad.

El esfuerzo debe centrarse en que los catalanes vean que pueden sentirse en casa en Cataluña y en España. Se impone multiplicar el debate y que los catalanes sientan que son parte del mismo. ¿Darán algún ejemplo Mariano Rajoy y Artur Más en su próximo encuentro o compartirán en silencio el visionado de la película Le President, de Jean Gabin? ¿Explicará Duran i Lleida si su dimisión de CiU ha sido a favor o en contra? ¿Sabremos a dónde va el PSC de Iceta? Atentos.

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