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Columna
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Que la tierra le sea leve, Presidente

De izquierda a derecha: Rosa Díez, Cayo Lara, Josep Antoni Duran Lleida, Soraya Rodríguez, Alfonso Alonso, ayer en el Congreso, en el velatorio de Adolfo Suárez.
De izquierda a derecha: Rosa Díez, Cayo Lara, Josep Antoni Duran Lleida, Soraya Rodríguez, Alfonso Alonso, ayer en el Congreso, en el velatorio de Adolfo Suárez.BALLESTEROS (EFE)

A pesar de llevar toda la vida dedicada a la actividad política no conocí personalmente a Adolfo Suárez ni tuve nunca la oportunidad de estrecharle la mano. No tengo pues vivencias personales, recuerdos o anécdotas compartidas con las que poder convertir este obituario en una suerte de historia humana que pudiera mostrar algo nuevo sobre el que fue el primer Presidente democrático que yo conocí.

Recuerdo, sí, cuando fue designado Presidente. Veo la cara de mi padre con gesto escéptico: "A ver...". Recuerdo también cuando anunció que se presentaría a las primeras elecciones democráticas. Otra vez mi padre: "Bueno...". Y recuerdo, nítidamente, el día que dimitió. Yo estaba volviendo en tren a Bilbao desde Madrid y al llegar a la estación me encontré, sorpresivamente, con dos dirigentes del Partido Socialista que venían a recogerme. "Ha dimitido Suarez", me dijeron con caras serias. Recuerdo que me sorprendió más su expresión y el hecho de que fueran a buscarme que la noticia. Compartimos la preocupación y me hicieron llegar algunos consejos y normas de seguridad que debía respetar "mientras la cosa se aclare..." Luego, lo que todos sabemos: duque de Suárez, golpe de Estado, CDS, abandono de la política, retirada de la vida...Y obituario.

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Hoy es el día en el que todos escribiremos sobre Adolfo Suárez lo que nunca fuimos capaces de decirle cuando estaba entre nosotros. Pero ninguno de los elogios compensará los silencios del pasado y la falta de reconocimiento hacia su tarea y hacia su persona. Las sociedades cultas honran a sus vivos; nosotros solo somos capaces de recordar - y no siempre haciéndoles justicia- a nuestros muertos.

Quiero pensar que en su fuero interno, en ese rasgo de vida consciente que seguro mantuvo hasta el último instante, él se sonreiría adivinando lo que iba a ocurrir cuando muriera. Nada de todo esto será para Adolfo Suárez una sorpresa, porque hace mucho que él estaba curado de espanto.

Me dirán que nada ni a nadie conocía ni reconocía ya... Pero nunca se sabe lo que encierra el cerebro humano, esa parte emocional que solo se percibe en el brillo y calidez de unos ojos que te miran aunque ya no sepan pronunciar tu nombre. Mi madre también tuvo alzheimer, esa maldita enfermedad que te impide relacionarte con los seres a los que más amas. Pero yo siempre creí que ella sabía que estábamos allí, que la queríamos; y que en su fuero interior, sin poder expresarlo, seguía cautivo pero vivo todo su amor; toda su vida. Por eso pienso que Adolfo Suárez, ese hombre que dignificó la democracia y la política, que demostró más valor que algunos denominados estadistas cuando se enfrentó a Tejero mientras otros dirigentes políticos se escondían bajo sus escaños, se ha ido haciéndonos un guiño. Y deseándonos, como en vida, lo mejor.

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