Suárez, algo más que consenso
Adolfo Suárez apoyó decididamente las dos grandes reformas pendientes en España que tenían un contenido social indudable
La imagen que ha quedado de Adolfo Suárez después de tres décadas de la transición es la de un responsable público que diseñó y lideró el consenso entre fuerzas políticas diferentes en una situación social compleja y muy difícil. Es un buen recuerdo reforzado por la experiencia de los últimos treinta años que ha puesto de manifiesto reiteradamente las dificultades de la vida política, sobre todo cuando las circunstancias económicas, con todos los altibajos que se quiera, ayudan muy poco.
El consenso, la búsqueda de aspectos, planteamientos y soluciones comunes entre los partidos políticos, fue un mérito compartido. Suárez, como líder del partido mayoritario y Presidente del Gobierno, tuvo una responsabilidad especial. No podía ser de otra manera. Su aceptación personal y la de muchas de sus propuestas se vio reforzada por su credibilidad creciente en círculos intelectuales y ambientes políticos diversos. Pronto pudo comprobarse que su preocupación y dedicación iban más allá de la búsqueda de armonía y convergencia y entraban de lleno en las cuestiones económicas y sociales planteadas, algunas de ellas de urgencia e importancia indudables. Los ejemplos son numerosos, aunque el paso del tiempo haya hecho olvidar algunos y perder matices a otros. Baste reiterar los conocidos y reiterados Pactos de la Moncloa, obra colectiva de los partidos con representación parlamentaria, pero también con iniciativa, responsabilidad y obligaciones específicas del Gobierno.
La credibilidad de Suárez, que contribuyó a su aceptación personal y la de su programa y propuestas, se apoyó en los resultados electorales de junio de 1977, como era lógico, pero también en su decisión de acometer las dos grandes reformas pendientes que se habían demandado históricamente y con especial insistencia en el siglo XX. Me refiero a la reforma fiscal y a la reforma laboral. Las dos reiteradamente invocadas desde el campo científico y asociativo y también desde el político, en la medida en que era posible esta reivindicación en situaciones y regímenes no democráticos.
La primera, la fiscal, exigía la personalización del sistema tributario, la determinación y conocimiento de las bases con técnicas directas y una imposición sobre el patrimonio que equilibrase la establecida sobre la renta y, principalmente, el gravamen sobre los rendimientos del trabajo. En general, todo lo que ya entonces era propio de un sistema tributario moderno. La Ley de Medidas Urgentes de 1977 fue un primer paso que demostró de manera inequívoca y rápida la voluntad del Gobierno Suárez de ir, por primera vez, a una verdadera reforma impositiva. Posteriormente, y sin mayores dilaciones, las Leyes de 1978 sobre imposición de la renta de las personas físicas y sociedades cerraron la modificación impositiva que satisfizo las exigencias científicas y políticas que habían sido puestas sobre la mesa reiteradamente.
La reforma laboral era la otra gran asignatura pendiente. Aquí las dificultades eran mayores, dado que era necesaria la disolución efectiva de la Organización Sindical (ente poderoso, complejo y de notorio arraigo) como cuestión previa al establecimiento de un ordenamiento propio de una democracia industrial. En esta línea se adoptaron en plazo muy breve medidas legislativas y administrativas que permitieron salvar este obstáculo y avanzar en la atribución del protagonismo social directamente a trabajadores y empresarios. El mismo Suárez, con anterioridad incluso a las elecciones legislativas de 1977, afrontó algunas situaciones urgentes a través de una regulación indispensable del derecho de huelga y de la libertad sindical. Posteriormente, la reforma proclamó el reconocimiento de los derechos de los agentes sociales y precisó sus obligaciones. El Estatuto de los Trabajadores, una ley principialista y equilibrada, fue una pieza normativa esencial de esta reforma.
Es cierto que las normas fiscales y laborales son siempre objeto de modificación, dada su utilización al servicio de objetivos de política económica siempre cambiantes. Pero esto no ha impedido que sus principios, estructura y aspectos básicos hayan llegado hasta nuestros días con utilidad para gobiernos de distinto color político en los últimos treinta años.
En resumen, como se ha dicho, Adolfo Suárez apoyó decididamente las dos grandes reformas pendientes en España que tenían un contenido social indudable. Lo hizo con eficacia, de manera que su entrada en vigor fue inmediata a partir del primer Gobierno democrático y de aprobación de la Constitución.
Todo ello hace que su figura transcienda el consenso y encaje más adecuadamente en la labor de un reformador oportuno y eficaz.
Rafael Calvo Ortega fue ministro en dos Gobiernos de Suárez y Secretario General de UCD.
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