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La medida declaración de la Infanta

Cristina de Borbón procuró no mirar al juez durante el interrogatorio

La infanta Cristina sale del juzgado de Palma pasadas las seis de la tarde del sábado 8 de febrero
La infanta Cristina sale del juzgado de Palma pasadas las seis de la tarde del sábado 8 de febrerouly martín

“¿A cuántos deportistas conoce que, después de 14 años de actividad y nada más terminar su carrera deportiva estén trabajando con un buen sueldo asesorando a multinacionales?”, preguntó el juez. “A nadie”, contestó la Infanta bajando la mirada.

Tres cuartas partes del interrogatorio a la infanta Cristina estuvieron monopolizadas por las preguntas del juez Castro, que vestía una corbata roja de seda que le habían regalado unas funcionarias tras un viaje a Florencia. A diferencia de otros letrados que utilizaron el tratamiento de alteza (sus abogados, la abogada del Estado, pero también la de Manos Limpias), el juez eligió un respetuoso “señora”.

Ante el juez pasó toda la mañana y sus peores momentos. Como el vivido cuando Castro inquirió sobre el préstamo que el Rey le dio para adquirir la casa de Pedralbes. “Al fin y al cabo”, dijo la Infanta, “es mi padre y confía en que le pagaré”. Fue la única ocasión en la que se refirió al Rey como padre y no como su majestad. “Hubo algunas respuestas titubeantes, con poca firmeza”, comentó un letrado. “No fijaba la mirada en el juez, agachaba la cabeza y estuvo esquiva”.

La Infanta no tomó notas durante el interrogatorio. No uso el papel ni el lápiz. A su izquierda tenía un ordenador portátil en cuya pantalla se reproducían los documentos que se proyectaban en la pantalla grande de la sala. Antes de algunas respuestas tenía por costumbre mirar hacia sus abogados. Hubo momentos en los que no se la escuchaba bien. Las protestas, los silbatos, las bocinas avanzaban desde la calle hasta la sala y a veces apagaban la voz de la infanta. “Señora, por favor, hable más alto para que se escuche en la grabación”, llegó a decirle la secretaria.

“Señora, por favor, hable más alto”, le dijo la secretaria del juzgado

La Infanta consumió cinco botellines de agua durante el interrogatorio de casi seis horas y media dividido en dos periodos. Bebió directamente de la botella de plástico que le reponían los escoltas. Rechazó el uso de unos vasos de plástico. A pesar de ello, hubo un momento en el que su abogado Pau Molins hubo de acercarle una caja con unas juanolas porque se le resecaba la voz. Disponía para su uso exclusivo de uno de los cuartos de baño adyacentes a la sala del tribunal, así como de una sala para descansar y comer durante la interrupción a la hora del almuerzo, bocadillos de jamón y sushi. Mantuvo un dominio de la situación, apenas se aireó la melena unas cuantas veces, señal quizás de la presencia de sudor en la nuca, a juicio de una de las funcionarias, que también apreció cómo, tras el descanso, se retocó el discreto maquillaje y se había peinado. No llevaba joyas, solo unos sencillos pendientes.

Castro no estuvo tan duro como ante Carlos García Revenga, secretario de las infantas, o José Manuel Romero, asesor jurídico de la Casa del Rey, respecto al conocimiento que tenía Zarzuela de las actividades de Urdangarin. Pero sí fue firme a la hora de preguntar qué hizo la Infanta en Nóos o Aizoon o qué sabía de las decisiones que se tomaban. Por ejemplo, cuando le preguntó si sabía que estaban alquilando unas plazas de garaje y una garita de seguridad de la casa de Pedralbes a Interior. “No me consta”, dijo la infanta. Fue entonces cuando decenas de facturas y documentos fueron sucediéndose sobre la pantalla, algunas de las cuales despertaron un gesto de sorpresa en la Infanta que, una vez tras otra, respondía con un no recuerdo, no me consta. El juez podría haber interrumpido la ráfaga ante la evidencia de que la Infanta no respondería más allá de lo que tenía preparado. Pero no lo hizo.

Castro preguntó si sabía que alquilaban a Interior un garita de la casa de Pedralbes

Finalizado el interrogatorio, acabó la pesadilla para la Infanta. Dolores Ripoll, la abogada del Estado, tuvo una intervención amable: convirtió un interrogatorio en un cuestionario de fácil resolución. “¿Conoce usted lo que es el programa Padre?”, preguntó. La Infanta se quitó de encima con un “señoría, no voy a contestar”, igual que hizo con las preguntas de Manos Limpias. Sí atendió tranquila al fiscal Horrach, quien terminó leyendo unas frases del auto en el que el juez Castro todavía defendía la no imputación de la Infanta para servirle en bandeja algunas respuestas. “¿Está de acuerdo con esto que dice el juez?”, “Sí”, contestó la hija del Rey. “¿Sabe por qué la acusan de delito fiscal?”. “No”, respondió la imputada. “Yo tampoco”, remachó el fiscal, dibujando un final muy teatral.

Si se examina con detenimiento cada uno de los fotogramas del breve trayecto en el que la Infanta se expuso al escrutinio público a su llegada y salida del juzgado de Palma podrá comprobarse cómo una media sonrisa congelada, ensayada e institucional, permaneció sujeta a su rostro sin desmayo. Sus ocho horas de estancia en el juzgado no produjeron titulares gruesos. A juicio de los testigos, sus respuestas construyeron un discurso cerrado, breve y reiterativo: no sabía, no le constaba, no recordaba.

“En términos de escenografía e imagen — concluye Ismael Crespo, experto en comunicación política y director del Instituto Ortega y Gasset— la intervención de la Infanta estuvo muy bien preparada. Tenía tres alternativas: hacer el paseíllo, lo que habría sido un suicidio, la opción extrema de haber parado justo en la puerta, que habría acentuado una imagen de oscurantismo, y la posición intermedia, unos segundos de sonrisa, un gesto más o menos distendido como si no pasara nada, para rebajar el nivel de negatividad. El problema era cómo lograr matizar el daño ante el público intermedio. Necesitaba un mensaje claro y sencillo. Al día siguiente llegó una contranoticia [que el fiscal pediría hasta 19 años de cárcel para Urdangarín] que es una forma de desviar el foco hacia el marido. Me pareció todo muy bien hecho”.

A los 13 pasos de la ida, Cristina de Borbón restó dos a su regreso al coche. Pero vistió la misma sonrisa, congelada e institucional que molestó al juez.

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