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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La indignidad de la política

Al parecer restringir la ley del aborto es una cuestión menor al lado de la cohesión y la disciplina del grupo

Josep Ramoneda

El martes se votó en el Parlamento la primera iniciativa contra la reforma de la ley del aborto. No es un tema menor, ni una cuestión de trámite, es un proyecto de ley de enorme gravedad que afecta a la libertad y a los derechos de las mujeres. Sin embargo, para los parlamentarios lo único relevante era si los diputados del PP rompían o no la disciplina de grupo. Lo había provocado el PSOE, al exigir el voto secreto para incentivar con el anonimato la resolución del conflicto interior de aquellos miembros del PP con dudas de conciencia. Y lo había alimentado el propio PP prohibiendo tajantemente a los suyos que votaran por libre. De modo que la prioridad no era la cuestión en sí, sino la obediencia debida. ¿Cómo pueden esperar nuestros dirigentes que los ciudadanos les tomen en serio si para ellos la cohesión del partido —es decir, la lealtad corporativa— es más relevante que retirar o no a las mujeres un derecho adquirido en la legislación vigente?

Las imágenes de unos diputados populares jaleando a Gallardón después de la votación recordaban inevitablemente otro infausto momento de la historia de nuestra democracia: el día que los diputados del PP festejaron con obsceno entusiasmo que todos habían votado como un solo hombre a favor de la guerra de Irak. España se acababa de apuntar a una guerra y el PP no podía contener su alegría porque nadie había roto la disciplina.

Son dos iconos de la indignidad de la política. La inquebrantable unidad del partido por encima de todas las cosas. Al parecer restringir la ley del aborto, en este retroceso dirigido por el PP para situarnos de nuevo en la cola de Europa en materia de derechos y libertades, o apostar por una guerra absolutamente innecesaria, como han demostrado los hechos, son cuestiones menores al lado de la cohesión y la disciplina del grupo. Y lo llaman democracia. Lamentable espectáculo que solo pone de manifiesto la miseria de nuestra clase política, con unos partidos cerrados y burocratizados, jerárquicos y opacos, que impiden la irrupción de actores políticos con personalidad y criterio capaces de romper la cultura de casta cuando es necesario. Se empieza por olvidarse de las ideas propias, se aprende a no contradecir al jefe, se asume que fuera del partido no hay vida, se ponen una venda en los ojos para no ver las cosas feas y, a veces, algunos, incluso acaban robando, para bien del partido, por supuesto. Y se estigmatiza como antipolíticos a aquellos ciudadanos que piden la palabra, denuncian la indignidad y gritan “no nos representan”. Con espectáculos como el del martes en el Congreso, se lo ganan a pulso. Si los partidos son lo único importante, ¿qué pintamos los ciudadanos?

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