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Columna
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Alemania y nosotros

La campaña germana apenas tiende a mirar más allá de sus fronteras

Fernando Vallespín

Un español que tiene la posibilidad de seguir la campaña electoral alemana sobre el terreno —como es el caso de este columnista— tiene muy difícil dar cuenta de lo que ve. Se siente como un personaje de las Cartas Persas de Montesquieu tratando de traducir a sus compatriotas las “rarezas” del lugar que visita. Acostumbrado a la política de su país, no entiende, por ejemplo, que la palabra corrupción no haya salido ni una sola vez en las innumerables intervenciones de los candidatos; o que, a la vista de lo que es habitual en otras democracias de la Europa rica, la inmigración no sea un tema de la campaña. Lo más extravagante es, sin embargo, que apenas se perciba en la calle, aunque los medios no dejen de informar sobre ella. Es, se diría, una campaña “insulsa”, sin polarizaciones, con una educación exquisita entre los partidos salvo ocasionales ataques retóricos y con un sorprende consenso de base. Nadie, y en esto Merkel ha dado un giro en los últimos años, cuestiona los fundamentos de su sólido edificio de protección social. Casi se podría decir que su evidente potencia económica le permite haber alcanzado un nuevo pacto social-democrático bajo las condiciones de la globalización. Se ha producido un verdadero achique de espacios entre los partidos contendientes, algo que la nueva cultura de gobiernos de coalición ha contribuido a afirmar.

Las diferencias se reducen a cuestiones menores de política familiar, la organización del sistema de las pensiones, plazas de guardería, si es imprescindible o no el salario mínimo, cómo financiar la nueva política energética, la política fiscal, etcétera. Los temas que preocupan a la gente. No hay excesos utópicos, pero sí algunas críticas ácidas, como la del gran polemista G. Gysi, el líder de Die Linke. Y, ojo al dato, los candidatos se pasean por la ciudad acercándose a la gente y acudiendo a sus casas a explicarles el programa. Los ciudadanos se sienten a gusto con ellos, sin insultarles y sin que les generen ningún problema. Si a esto le añadimos que las transferencias de los Länder ricos a los pobres apenas merecen algún comentario y que el interés nacional se pone por encima de consideraciones regionales o locales, podemos afirmar que es un país que está en nuestras antípodas políticas.

A l país le puede el vértigo que le produce el sentirse de nuevo poderoso

De la crisis del euro también se habla, claro está, pero se nota que es un tema embarazoso, pasan por él como sobre ascuas. Quizá porque lo perciben, junto con la desigualdad creciente, como el único peligro serio para esta sociedad autosatisfecha. A nuestros ojos, últimamente tan germano céntricos, es una ausencia que no deja de llamar la atención. Pero lo cierto es que Alemania se siente a disgusto en su nuevo papel de hegemón benevolente, y la crisis del euro la ha colocado en una situación de dominio que acepta con desgana. Esa misma incomodidad es la que explica los silencios de sus discusiones públicas y sale a la luz en su afán por progresar sin caer en los muchos errores del pasado. Es un país abierto a la globalización, que se niega a sí mismo un lugar protagonista en ella que vaya más allá de su condición de potencia exportadora y de ser el responsable último del euro. No se atreve a hacérselo explícito. En cierto modo, no acaba de entender cómo ha transitado de ser un país al que había que temer a otro que hay que oír y al que se le exige lo que no está dispuesto a dar. La reacción, por lo pronto, y esto queda muy claro en la reciente campaña electoral, es que apenas tiende a mirar más allá de sus fronteras y de su nuevo hinterland de la zona euro, aunque haya conseguido a la vez una cohesión política interior admirable

Está lejos, sin embargo, de haber encontrado su lugar. Como esos niños grandotes que se encojen cuando están con los más pequeños, tiene el mal de altura. Quizá porque se teme a sí misma y se guarda sus miedos, no los acaba de enfrentar; le puede el vértigo que le produce el sentirse de nuevo poderosa; quiere ser un país pragmático y eso le lleva a jugar en una liga que ya no le corresponde. Todos sabemos que de cómo resuelva esta contradicción depende el futuro de Europa. Ellos también lo saben, pero, con algunas honrosas excepciones, siguen reprimiendo un debate en profundidad sobre el tema. Es su nuevo tabú colectivo. Hasta que ellos se decidan a dar el paso, los vecinos del sur, Europa en su conjunto, está llamada a practicar otra política. Todos “persas”.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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