Elogio de la ciudadanía
Los ciudadanos ven con estupor la descomposición del régimen y la abdicación de las élites
La señora Parkington, de Louis Bromfield, es una novela sobre una mujer adinerada de Estados Unidos en los tiempos posteriores a la crisis del 29. En ella se puede leer este párrafo: “En sus pocos años de experiencia había conocido a demasiados hombres como Anthony Stilbron, y ninguno era de fiar: individuos que creían que sus privilegios les situaban por encima de las leyes morales de los ciudadanos corrientes”. El paisaje humano actual vuelve a estar plagado de personajes como estos. La vocación de las élites de vivir en un mundo aparte se reproduce de época en época. Y en situación de crisis se hace más evidente porque distintos son los lenguajes, distintas son las actitudes y distintas son las percepciones de la realidad entre las cúspides del poder y la ciudadanía.
Ahora Gobierno y poder económico han decidido lanzar un mensaje de optimismo. Y como un coro se han puesto a repetir que ya estamos saliendo de la crisis. En un solo día cinco ministros y varios empresarios han cantado, con escasas variantes, este mismo mensaje. Aunque el FMI ha venido a aguarles la fiesta porque “las perspectivas de España siguen siendo difíciles”. Cuando no hay ideas ni proyectos políticos, solo queda una salida: la consigna. Y la pretensión de este repentino optimismo oficial es conseguir que la repetición de la consigna tenga eficacia preformativa. Es decir, que a base de proclamar la buena nueva, la ciudadanía se la crea y vuelva la demanda interna. Choca sin embargo que esto ocurra seis semanas después de que el gobierno proclamara el apocalipsis, en una infausta conferencia de prensa. ¿Aquella declaración formaba parte del espectáculo? ¿O es aquel patinazo comunicativo el que ha conducido a esta rectificación de tono y estilo?
Esta crisis ha sido la crisis de las élites. Ellas fueron las que dieron pábulo al descontrol de los años del nihilismo, cuando se impuso la idea de que todo estaba permitido,de que no había límite ni al crecimiento ni al crédito ni a la especulación. Y si el dinero fue la punta de lanza del desvarío, la política no hizo nada para frenarlo. Unos y otros, desde su mundo, tan alejado de la realidad, en ningún momento han dado a la ciudadanía una perspectiva para trampear el desamparo. Es más, desde Bankia hasta la chapuza de las propiedades de la Infanta, la crisis ha servido para que tomáramos conciencia del grado de deterioro institucional en que vivimos. Los documentos de Hacienda sobre unas transacciones al parecer inexistentes de la infanta Cristina solo pueden ser fruto de la incompetencia, de la frivolidad o de la manipulación deliberada. Pasan los días y no se ha producido ni una sola dimisión, ni siquiera el Gobierno ha sido capaz de aportar una explicación satisfactoria. ¿De qué sirve gastar dinero vendiendo la marca España si después se producen despropósitos de esta envergadura, con la Corona de por medio, y en un clima de suspicacia colectiva?
La ciudadanía contempla con estupefacción la descomposición del régimen y la abdicación de las élites que deberían recomponerlo. Puede argumentarse que la ciudadanía se dejó arrastrar por las fantasías de los años del delirio, pero no se puede soslayar el enorme poder institucional y comunicacional que estaba al servicio de aquella quimera. La realidad es que la sociedad española es una sociedad abierta y secularizada, sobre la que la Iglesia cada día tiene menos peso y capacidad normativa; que ha asumido cambios importantes en materia de costumbres con mucha más naturalidad que en otros países (véase la movilización francesa contra al matrimonio homosexual); que ha vivido un proceso de llegada intensiva de inmigración extranjera sin dar pábulo a los que trataron de explotar el racismo y la xenofobia; que ha sido capaz de desarrollar formas de cooperación y de solidaridad para soportar los rigores de una austeridad cruel; que ha hecho sentir su voz, a través de la sociedad de la información y de los movimientos sociales, ante flagrantes abusos de poder; y que está poniendo en la picota a los principales partidos, porque quiere una política distinta. Tanto es así, que si hay alguna esperanza de reforma de un régimen tan deteriorado hay que verla en el impulso ciudadano ante unas élites anquilosadas, insensibles, atrapadas por el miedo a hacer cambios imprescindibles. Unas élites capaces de llevar a cabo unas políticas de austeridad que han destruido los salarios y el empleo (y el FMI todavía pide más), pero incapaces de hacer unas reformas que supongan una verdadera redistribución del poder. Y que ahora buscan legitimarse con la píldora del optimismo.
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