_
_
_
_

“Comencé a escrachar al encontrarme en un bar al torturador de mi padre”

Los fundadores de H.I.J.O.S, la organización argentina que inició los señalamientos públicos, explican cómo fue evolucionando esa actividad política

Francisco Peregil
Escrache en Buenos Aires (Argentina), en septiembre de 2000.
Escrache en Buenos Aires (Argentina), en septiembre de 2000.INFOSIC

Paula Maroni y Carlos Pisoni trabajan ahora en un edificio de la antigua y tenebrosa Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), el mayor centro de tortura y exterminio durante la última dictadura argentina (1976-1983). Ella tiene 36 años y él 35. Pertenecen a la asociación Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S). Sus padres desaparecieron durante la dictadura cuando ellos eran bebés. Cuando tenían 17 y 18 años, en diciembre de 1996, decidieron escrachar a un médico de la ESMA. Sería el primero de una larga lista. Nunca pensaron que aquella actividad, con ese mismo nombre, terminaría llegando a España. Y que sería empleada por ciudadanos que están siendo obligados a salir de sus casas tras el impago de sus créditos bancarios. Convocados por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), cientos de personas han protestado en las últimas semanas frente a los hogares de varios diputados del Partido Popular. El origen hay que buscarlo entre aquellos adolescentes argentinos.

“Escrachar se usaba siempre en el lunfardo, el lenguaje popular de Buenos Aires”, explica Carlos Pisoni. “Su raíz no está muy clara, pero significa poner en evidencia a alguien. Y al principio fue algo muy espontáneo. Nos enteramos de que Jorge Luis Magnacco, que era un médico que atendía los partos de las mujeres secuestradas en la ESMA, trabajaba como jefe de obstetricia en un hospital de Buenos Aires. Y que vivía muy cerca de ese hospital. En aquella época era imposible aplicar justicia. Estos genocidas vivían con total impunidad, ocupaban puestos de responsabilidad en la sociedad. Así que empezamos arrojando bombitas de pintura roja en sus casas, repartíamos información entre los vecinos y nos íbamos. Temíamos también por nuestra seguridad. A Paula Maroni llegaron a montarla en un coche y darle vueltas por Buenos Aires. Después nos dimos cuenta de que lo importante no era sólo señalarlos, sino que la sociedad los condenara. Que el panadero no le vendiera el pan ni el carnicero la carne”.

“Escrachar se usaba en el lenguaje popular de Buenos Aires. Su raíz no está muy clara, pero significa poner en evidencia a alguien"

“Al cabo de un año el trabajo la actividad se hizo más compleja. Hacíamos un trabajo previo de información en los barrios que podía durar unos tres meses”, continúa Paula Maroni. “Citábamos a las organizaciones sociales del barrio y creábamos una mesa del escrache. Ya no se trataba de una acción en sí. No tenía que ver con el hecho fascista que puede suponer decir yo digo que vos sos culpable de algo, voy, te marco y me marcho. Lo nuestro era una construcción política en el tiempo. Llegamos a disfrazarnos de carteros para comprobar que en tal casa vivía quien nosotros creíamos que vivía. Informábamos paso a paso, semana a semana, al barrio. Y el día del escrache era sólo la culminación de un proceso que había culminado mucho antes”, añade Maroni.

Había unos 200 miembros de Hijos en la capital y 500 en el país. Escracharon a más de 50 personas en Buenos Aires y a una centena en Argentina. ¿Se habría conseguido enjuiciar a muchos militares sin aquellos escraches en los domicilios? “Fuimos un granito de arena muy importante”, explica Carlos Pisoni. “Yo comencé a escrachar cuando me encontré en un bar al que torturó a mi padre. Podía haber optado por partirle una botella en la cabeza, pero pensé que la salida tendría que ser colectiva. Y conseguimos implicar a la sociedad”.

En 2004, tras la llegada de Néstor Kirchner al Gobierno y con la reapertura de los juicios contra los militares entendieron que ya no tenía sentido continuar con los escraches, salvo en casos puntuales. Uno de esos casos concretos fue el del general Jorge Rafael Videla. “Le habíamos hecho un escrache en 1998 y después otra modalidad que le llamamos el escrache móvil. Íbamos en bicicleta, motos y autos, por casas que ya habíamos pasado otras veces”, relata Pisoni. “Pero en 2006 el tenía prisión en su domicilio. Era el símbolo de la dictadura y nos propusimos que fuera a una cárcel común. Logramos que se revocara la prisión domiciliaria”.

“Nuestra aparición revitalizó la lucha que habían iniciado antes las madres y las abuelas de la plaza de Mayo”, señala Maroni. “En ese momento ellas seguían dando vueltas a la plaza todos los jueves sin que la sociedad acompañara esa acción. De pronto empezamos a escrachar y casi toda la sociedad y los medios de comunicación nos apoyaron”. En 2001, cinco años después de los primeros escraches, sobrevino el corralito en Argentina. Millones de personas se vieron privados de acceder a sus ahorros en el banco. “Hubo cientos de escraches”, recuerda Carlos Pisoni. “A empresas, a políticos, a banqueros, a las compañías telefónicas... La gente iba a sus puertas y les rompía los vidrios”. ¿Y qué hicieron ellos? “Lo que hizo el pueblo”, contesta Paula Maroni. Escracharon.

“Después esa práctica se la apropió el pueblo y nosotros ya no tenemos nada que decir sobre cómo cada uno la traduce”. ¿Y qué piensan de los escraches que se están produciendo en España ante las casas de los políticos del Partido Popular”. “Cuando una sociedad busca medidas alternativas es porque hay un contrato social que se ha roto. El escrache es producto de la impunidad y la impunidad tiene mucho que ver con la impotencia”, señala Maroni. ¿Y no se podría limitar el señalamiento público al lugar en que la persona en cuestión desempeña su trabajo? “Les daría igual. Hasta que no tocas el timbre de la casa del tipo no surte efecto el escrache”, contesta Maroni.

El escrache siguió funcionando de forma esporádica en Argentina. Sus defensores y detractores se encuentran por igual dentro y fuera del peronismo y dentro y fuera del Gobierno. Aníbal Fernández, uno de los senadores peronistas más conocidos en Argentina, ha sufrido varios escraches y los ha criticado también cuando se ejercían sobre políticos opositores. “No se puede aceptar que se agreda o se insulte o se escrache, todo este invento nazi que han traído a la Argentina y tiene un comportamiento espantoso, so pretexto de defender una ideología", declaró en 2009 tras el escrache a un senador de la oposición.

Sus defensores y detractores en Argentina se encuentran por igual dentro y fuera del peronismo y dentro y fuera del Gobierno

En los escraches más recientes de Argentina las víctimas han sido miembros del Gobierno. En septiembre de 2012 varios manifestantes acudieron con sus cacerolas a la casa del secretario de Estado de Comercio, Guillermo Moreno. Y el pasado febrero, el viceministro de Economía, Axel Kicillof, cerebro de la expropiación de YPF a Repsol, sufrió otro escrache cuando viajaba con su esposa y dos hijos en un buquebús desde Montevideo a Buenos Aires. Kicillof tuvo que ser trasladado junto a su familia a primera clase para evitar el abucheo. "La verdad, fue muy angustiante", relató su esposa, Soledad Quereilhac. "Yo le pedía a la gente que no fuera irrespetuosa porque estábamos con nuestros hijos de 1 y 4 años".

“A Axel nosotros lo conocemos desde que empezó nuestro movimiento. Su grupo universitario participaba en nuestros escraches”, recuerda Pisoni. “Y no estamos de acuerdo con el escrache que sufrió. Sin embargo, estamos de acuerdo con que se vaya a protestar ante las empresas eléctricas cuando se producen cortes de luz porque no invirtieron lo que tenían que invertir”.

¿Y apoyarían una protesta ante la casa del director de cualquier empresa eléctrica?

“Claro que sí”, contesta Paula Maroni. “El escrache tiene sentido cuando no tenés otra herramienta para obtener un resultado. Si vos le negás al pueblo el canal para encontrar una solución… Tal vez el tipo que se esconde detrás de un escritorio de una empresa privada va a salir a la terraza. Y te puedo asegurar que se le cae la cara de vergüenza delante de sus hijos, de sus vecinos”.

El escritor y bloguero Jorge Asis suele ser muy crítico con el Gobierno de Cristina Fernández. Pero cuando escracharon a Moreno y Kicillof repudió públicamente el escrache. “Creo que se trata de una expresión neo fascista. Es un acto de cobardía colectiva de señores que necesitan purificarse en la protesta ante cualquiera que mantenga la arbitraria representación del culpable”, indica Asís.

“Acaso por haber sido escrachado yo mismo durante años en presencia, incluso, de mis hijos, en un restaurante o por la calle, pienso que saldría a defender a mis adversarios políticos si los escracharan en mi presencia. Sé que se los intenta comprender por razones que aluden a la impotencia, por la necesidad de descargarse que tiene quien se siente víctima de alguna injusticia. Conozco de memoria los argumentos. Pero la democracia no se hizo para legitimar estos desatinos”, concluye Asís.

Por su parte, Paula Maroni, cree que no existe una vara única para medir o valorar los escraches. “Esto es política, no matemáticas. Y cada persona tiene que hacerse cargo de su opción ideológica”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_