Las tareas pendientes
El congreso de Sortu consagra a la izquierda 'abertzale' como valladar ante cualquier tentación de regreso a la violencia
Revela Arnaldo Otegi en su libro El tiempo de las luces que, en mayo de 2007, al pasar por París en el viaje de regreso de Ginebra, donde se acababa de romper el último proceso de diálogo entre el Gobierno y ETA, Rufi Etxeberría le comentó tajantemente que “esta estrategia [la político-militar] está agotada”. O lo que es lo mismo, que había que poner fin a la histórica subordinación de la izquierda abertzalea ETA.
Desde aquel día hasta ayer, que se celebró el congreso fundacional de Sortu, han pasado seis años clave para ese mundo, marcados por el entierro de la violencia de ETA y la consagración de la izquierda radical como vanguardia del llamado movimiento de liberación nacional vasco. Un proceso de seis años, culminado ayer, en el que Otegi y Etxeberria, presionados por la sociedad vasca, se emplearon a fondo para convencer, primero a sus bases, de que el “ciclo de la violencia” había terminado, y luego a una ETA debilitada por la presión policial, judicial y social, para que cesase del todo. Ese difícil proceso, sometido a fuertes tensiones, no ha sido reconocido en ámbitos de opinión que manejan un esquema simplista del fin de ETA.
La importancia del congreso de Sortu radica en que, con la asunción de unos estatutos que rechazan la violencia de ETA y sancionan a los militantes que incurran en ella, consagra a la izquierda abertzale como valladar ante cualquier tentación de regreso a la violencia por gentes vinculadas a la banda. Y lo es más aún porque el congreso de Sortu ha reafirmado una fuerte cohesión interna sobre el rechazo a la violencia.
Pero Sortu se ha fijado un límite en su papel de vanguardia, al ceder a los presos de ETA la gestión de su situación, una cuestión clave en la consolidación del final de la violencia. Sus intentos de convencer a los presos de que acepten la legalidad penitenciaria —reconocimiento del daño causado, reinserción individual, etc.—, del mismo modo que la izquierda abertzale asumió la Ley de Partidos para posibilitar el nacimiento de Sortu, han sido baldíos.
Buena prueba de la vulnerabilidad de Sortu en esta cuestión es que el congreso ha decidido que su hombre fuerte, Rufi Etxeberria —el otro sigue siendo Otegi, encarcelado y pendiente de que el Tribunal Constitucional delibere sobre su puesta en libertad y cuya vacante sigue sin ocuparse—, sea el encargado de seguirla. De hecho, los aspectos clave van a seguir siendo gestionados por veteranos —Pernando Barrena, Joseba Permach...—, aunque el congreso, con una dirección de 24 miembros, da entrada a una figura emergente, Hasier Arraiz, un alavés de 40 años, procedente del aparato de la izquierda radical.
La conversión de Sortu en partido convencional —con la elección de sus miembros en un congreso y sus órganos directivos regulados por estatutos— mantiene la singularidad de su participación asamblearia y un ideario antiimperialista y anticapitalista, con referencias a la revolución bolivariana, y emparentado, en sus métodos —lucha de masas, desobediencia civil— con la izquierda radical.
Uno de los problemas que el congreso de Sortu no resuelve es el salto de partido antisistema a gestor, y lo padece en Gipuzkoa con la gestión de los residuos. Pero su gran problema pendiente es su autocrítica por tantos años de complicidad con la violencia de ETA —su estrategia político-militar— cuando España ya era democrática y Euskadi tenía autogobierno. A Sortu le quedan importantes tareas pendientes.
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