Sin horizonte
No es que no hayamos atravesado antes malos, y aun peores, momentos; es que ahora, el mal momento se ha convertido en catastrófica situación, en un presente sin futuro
Tanto tiempo llevamos sometidos a declaraciones inanes, desmentidas por los hechos a poco de emitirse; tanto tiempo sufriendo las consecuencias de medidas que nunca se iban a adoptar; tanto tiempo hace ya que estaba a la vuelta de la esquina el día en que por fin íbamos a sacar la cabeza del hoyo, que por vez primera en lo que se alcanza a la mirada de los más viejos cunde una sensación de fatalismo, o sea, de que la nave del Estado va sin rumbo y que nadie hay en ella capaz de gobernarla. No es que no hayamos atravesado antes malos, y aun peores, momentos; es que ahora, el mal momento se ha convertido en catastrófica situación, en un presente sin futuro.
A semejante estado de ánimo colectivo ha contribuido la confusión y el desorden, disimulados bajo mantos de falsas palabras, que se han apoderado de los Gobiernos del Estado desde, al menos, mayo de 2010 hasta hoy mismo. Nada de lo que desde aquel mes y año hemos oído ha sido verdadero ni veraz. Mentiras y disimulos, nunca enfrentando la situación como puede y debe exigirse en una democracia, revitalizando el Parlamento, diagnosticando los hechos tal como son, alentando el debate público, buscando el respaldo ciudadano para las políticas que sea menester adoptar. Si alguna vez fue realmente necesario un debate sobre el llamado estado de la nación, era esta; si alguna vez necesitamos comisiones parlamentarias que hurguen en las causas del gran quebranto, es esta. Un Estado gobernado por mandato exterior, un Gobierno que se asoma al abismo cada vez que anuncia otra vuelta de tuerca, una sociedad en quiebra y un futuro sin horizonte: tal es el resultado.
Y así, lo único sorprendente es que la respuesta social sea tan contenida. Lo fue hace un año el movimiento del 15-M, que adoptó el aire de una lúdica indignación en la plaza pública; lo es la de estos mineros que se echan a la carretera cuando el Estado, rompiendo sus compromisos, los borra de la tierra. Lo es sobre todo la de una creciente multitud de jóvenes que, careciendo de futuro en su país, no tienen más remedio que hacer las maletas. La historia se repite: todavía perduran en nuestras retinas las imágenes del gran éxodo a Francia, Alemania, Suiza, Inglaterra de millones de emigrantes, una fuerza de trabajo barata que sirvió para alargar la duración de los treinta años gloriosos de Europa a la vez que contribuían a financiar, con sus remesas de divisas, los planes de desarrollo impulsados por aquellos tecnócratas de misa y comunión diaria.
Otra vez, pues, España país de emigración. Pero ahora no son campesinos que abandonan las tierras ni obreros que dejan atrás las chabolas. Los que emigran hoy pertenecen a las generaciones saludadas en su día como las mejor formadas de nuestra historia. Entre esos cientos de miles hay un buen puñado de jóvenes que han dedicado cuatro o cinco años a preparar tesis doctorales en las más diversas disciplinas, que luego han disfrutado de becas posdoctorales y que ahora, tras emplear entre diez y quince años de sus vidas entre tesis, becas y contratos se encuentran, como los proletarios de ayer, con el boleto de despido en la mano; universitarios que han trabajado duro, que han invertido tiempo y esfuerzo con la vista puesta en la docencia y en la investigación, que han publicado magníficos trabajos en revistas científicas, aquí y en el extranjero, y que ahora, cuando han rebasado los 30 años de edad, tienen que mirar afuera, por ver si se ofrece algo en Alemania, en Francia, en Inglaterra, en Canadá, en Estados Unidos, donde sea.
En cualquier otro país se habría levantado un clamor de alarma: no solo perdemos a chorros profesionales altamente cualificados; es que además la universidad española despide a sus más jóvenes profesores e investigadores, precisamente cuando nuestra producción en ciencias y humanidades comenzaba a homologarse con lo que se hace por el mundo adelante. La consigna es: amortizar plazas, ni un solo contrato más, recortar hasta la asfixia a la universidad pública. Tiempo vendrá en que lamentemos una sangría de tan catastrófica magnitud que, si no es detenida, certificará un nuevo fracaso histórico, el de una sociedad que contando con un capital humano de primera calidad, clausuró programas de investigación y expulsó a sus jóvenes profesores e investigadores; una sociedad y un Estado que permanecen inermes, pasivos, ante el éxodo de lo mejor de una generación condenada en su país a vivir sin ningún horizonte.
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