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Columna
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‘Fiat iustitia pereat Europa’

Nos encontramos ante una de esas coyunturas de aceleración de la historia en la que la comprensión parece ir siempre detrás de los acontecimientos

Fernando Vallespín

Son tantos y tan variados los giros que está dando la situación político-económica de Europa que se nos están acabando las posibilidades de análisis. Nos encontramos ante una de esas coyunturas de aceleración de la historia en la que la comprensión parece ir siempre detrás de los acontecimientos. Los intelectuales han enmudecido, como bien señalaba hace un par semanas Soledad Gallego-Díaz en estas mismas páginas. Ahora quienes han tomado el mando son personajes públicos de nuevo cuño, los tecnócratas de postín que evalúan públicamente a los tecnócratas anónimos. De ahí que a este nuevo sujeto podríamos definirlo como el meta-tecnócrata, híbrido de experto e intelectual público. Es, desde luego, uno de tantos productos de la crisis. Si ésta provocó la disolución de la acción política detrás de la gestión sistémica, el problema deviene en ver hasta qué punto se está aplicando adecuadamente el conocimiento experto. Para estos nuevos personajes, no se trata ya, por tanto, de reivindicar la política frente a la economía, o los valores y logros sociales que estamos tirando por la borda en el afán por adaptarnos a las exigencias de estos tiempos, que es algo que se deja a los intelectuales públicos ordinarios; el objetivo es, más bien, el sujetar a control a otros tecnócratas, a aquellos que están detrás de las decisiones políticas que se amparan en el conocimiento técnico.

Podemos pensar, por poner algún ejemplo, en economistas como Krugman, Rubini, Stiglitz o una mezcla entre economista y periodista, como es el caso de Münchau, quien desde Financial Times se dedica a fustigar toda decisión económica que emane de cualquier instancia política. El efecto de su actividad sobre el público, e incluso sobre los propios políticos y los agentes económicos, es verdaderamente extraordinario. Su búsqueda de la omnipresencia les convierte, sin embargo, en excesivamente redundantes, en animadores de la discusión pública que muchas veces se colocan en posiciones más claramente políticas que técnicas, aunque su independencia respecto del sistema político con el que siempre han de negociar los expertos ordinarios sirve para dotarles de un plus de credibilidad.

Lo malo es que los necesitamos en parte, porque la clave para entender lo que pasa se reduce casi a la comprensión de dos extraños sujetos, los mercados y Angela Merkel. Todo lo demás parece secundario. Y éste es precisamente el problema, que podemos saberlo todo sobre los mercados, pero, a falta de merkelólogos fiables, seguimos a oscuras. Todas las miradas se dirigen a Berlín. Lo que allí se decida en las próximas semanas condicionará el futuro de Europa y quizá del mundo. Lo que intuimos que puede ocurrir no nos deja demasiado tranquilos, ya que hay algunos datos sobre el perfil de la canciller que deberían ser motivo de inquietud. El primero y principal es su rigorismo luterano, que parece haberla conducido a un análisis de la situación estrictamente moral, de pura “ética de la convicción” más que de “ética de la responsabilidad”, por valernos de la famosa distinción weberiana. No habrá perdón para los deudores/culpables -todos de cultura católica u ortodoxa, además-, si antes no han purgado el pecado de sus excesos. Y la penitencia idónea es pasar por el valle de lágrimas de una austeridad monacal, aunque no ofrezca rendimiento económico alguno. Además, ¿por qué habrían de financiar los alemanes la actitud irresponsable de sus vecinos del sur? El que a largo plazo ello vaya en interés propio de la Europa rica es secundario, lo fundamental es exigir la rectificación de las desviadas conductas pasadas.

Lo sorprendente del caso es que la responsabilidad se imputa a pueblos enteros en vez de a la codicia de una minoría que se esconde detrás de esos impersonales mercados financieros que nos trajeron la crisis. Esos sí que son los verdaderos culpables, señora Merkel, no los pobres griegos y españoles de a pie a los que en su día nadie advirtió de que no podían endeudarse para, entre otras cosas, comprar productos alemanes. ¿Por qué no buscamos demonizarlos a ellos y someterlos al fin a regulaciones políticas sensatas? Todos tenemos una parte de responsabilidad, claro está, pero al final la van a pagar, como siempre ocurre, los más débiles. Si queremos ubicarnos en la perspectiva de la ética de la convicción ésta es la conclusión correcta. Pero éste debate habrá que dejarlo para más adelante. Es el momento de los políticos, no de los moralistas. Lo urgente ahora es apartarnos del precipicio y medir bien las consecuencias de nuestras acciones. Por favor, ¡ética de la responsabilidad, señora Merkel! Olvídese de Lutero y Kant, y recuerde a Max Weber.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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