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Exilio y destierros de un académico

El historiador Nicolás Sánchez-Albornoz relata en sus memorias la “etapa hostil” comprendida entre 1936 y 1975. Su actividad clandestina, su paso por tres cárceles, su sonada fuga en 1948 del penal de Cuelgamuros y su famosa huida a Francia

Los tres estudiantes recluidos en Cuelgamuros. De izquierda a derecha, Manuel Lamana, Nicolás Sánchez-Albornoz e Ignacio Faure.
Los tres estudiantes recluidos en Cuelgamuros. De izquierda a derecha, Manuel Lamana, Nicolás Sánchez-Albornoz e Ignacio Faure.

Mi salud mental, tengo a gala, me ha librado del síndrome de Estocolmo. Ni siento apego a mis captores ni a mis custodios, ni he vuelto jamás al lugar de los hechos. Abomino sanamente de Cuelgamuros. Me niego a poner los pies en ese trozo de tierra que fue hermoso antes de ser profanado, o a nombrarlo salvo por medio del topónimo tradicional, cuya etimología cuelga moros tampoco evoca una pasada convivencia pacífica entre españoles. Ante los requerimientos insistentes y bien intencionados que se me hacen a menudo, he puesto condiciones para visitar el paraje. Estas son las elementales: que la cripta, vaciada de sus huéspedes más nombrados, pierda la escandalosa simbología que ostenta en la actualidad y que la aberración de algunos ha llegado a sacralizar. Cuando la prensa, la televisión, los congresos o el cine me lo piden, no me callo, aunque tampoco he convertido mi paso y mi fuga de Cuelgamuros en eje de mi vida. No he anclado mi existencia a un episodio del pasado, como hacen ciertos excombatientes a veces. Las satisfacciones que mi profesión me ha deparado me han evitado que Cuelgamuros se convirtiera en una obsesión.

 Mi exposición sobre Cuelgamuros, los destacamentos penales y sus presos no alcanzará el tono sangrante que presenta lo escrito por Jorge Semprún sobre el Buchenwald que conoció. Ni mi pluma vale lo que la suya ni la materia es comparable. Tampoco posee la eficacia periodística que despliega la denuncia de Eduardo de Guzmán sobre el trato que los prisioneros recibieron en el campo de Albatera (Alicante) al concluir la guerra. Mi testimonio tampoco adoptará la forma literaria y emotiva con la que mi compañero de fuga y de exilio, Manuel Lamana, relata en la novela Otros hombres las vicisitudes que pasamos juntos. Con emoción contenida analizaré, bajo una óptica económica, sociológica e histórica, cómo operaba el destacamento. Mi conocimiento de Cuelgamuros o de sus destacamentos penales es, por otra parte, limitado en duración y espacio. Lo declaro de entrada y con satisfacción. Cumplí allí parte de la pena que me impuso el consejo de guerra, del 20 de marzo hasta el 8 de agosto del año 1948, la temporada menos cruda de la sierra madrileña. No nevó, ni pasé fríos excesivos. De los seis años de prisión que me correspondían, la suerte me brindó la posibilidad de poner pies en polvorosa (...).

A la derecha del Monasterio se levantaba desde 1943 el llamado Destacamento Penal del Monasterio de Cuelgamuros en la terminología oficial. De su configuración, un funcionario de la Dirección de Prisiones dejó escrita la siguiente descripción: “En primer término hay una hilera de edificios como de cincuenta metros en los que están instalados los pabellones para los funcionarios, Oficina de la Jefatura y dormitorio de los penados, separados estos edificios de otro grupo de iguales características por una calle de unos siete metros de anchura y, en estos edificios, están instalados pabellones para obreros libres, cocina de penados y comedor de los mismos, seguido de un economato de la Empresa y oficina técnica de la misma”. Nada parecido a los campos de detención multitudinaria de Miranda de Ebro, Los Merinales, o, fuera de España, Argelès-sur-Mer o Mauthausen, por poner ejemplos de diversos países.

La empresa que corría con la edificación del Monasterio era Estudios y Construcciones Molán, S.L., que empleaba trabajadores presos que el Estado le arrendaba. Construido de ladrillo por dentro, la fachada comenzaba a ser revestida con losetas de granito labradas a pie de obra. En la misma averiguación, el jefe del destacamento precisa que los presos asignados al Monasterio ascendían entonces a ciento trece. Fernando Olmeda recoge en su libro El Valle de los Caídos. Una memoria de España, algunas de las variaciones registradas, en más o en menos, según las necesidades o las bajas producidas. La edificación del vecino cuartelillo de la Guardia Civil y del chalet de que disponía el arquitecto Pedro Muguruza para disfrute suyo, engrosó, por ejemplo, el destacamento del Monasterio por un tiempo. Concluidas las obras, los presos ocupados en su construcción sobraron y recibieron destino nuevo.

El valle de Cuelgamuros albergaba otros dos destacamentos más desde 1943. El nombrado del Monumento tenía por misión horadar el risco berroqueño para abrir espacio a una cripta subterránea. La excavación corría a cargo de la empresa San Román (de Alejandro San Román). Situado al pie del risco, este destacamento contaba, cuando lo visité, con medio centenar largo de penados, menos que en años anteriores, según me dijeron.

Lamana y yo éramos estudiantes sin filiación política. El jefe nos destinó a la oficina: a escribir y a los números

En la primavera de 1948, faltaba poco para acabar de perforar el risco en las dimensiones inicialmente proyectadas. Estas serían luego ampliadas. En el tercer destacamento penal, el de la carretera, el más numeroso, tres centenares de presos construían los accesos al complejo monumental del valle. De peor trato y fama, acogía a los presos puestos a la disposición de la empresa Banús (de José Banús Masdeu), cuya fuerza muscular se empleaba en desmontar los terraplenes a pico y pala y en moler la grava a mazazos. La alta tecnología brillaba por su ausencia. Los tres destacamentos penales eran gestionados independientemente entre sí. Circular entre ellos estaba prohibido a los presos. Visité el destacamento central y la oquedad de la cripta por trámites oficiales, pero no recuerdo haber puesto jamás los pies en el de la carretera.

Mi experiencia, además de corta y limitada, fue relativamente benigna. Reconozco que hubo testigos de cargo con mayor conocimiento de causa que yo. El trabajo que me tocó hacer en los meses que estuve allí resultó privilegiado. Al llegar al destacamento, dio la casualidad de que se había producido una vacante en la oficina por haber cumplido su condena el preso que la ocupaba. El jefe me designó para sustituirlo. Un par de semanas después, quedó libre una segunda plaza, que Manuel Lamana cubrió. Su formación como albañil fue por lo tanto corta. Le recuerdo portando a hombros maderos para el encofrado de una bovedilla. Como ambos éramos estudiantes y sin filiación política, el jefe, Amós Quijada Sevilla, creyó más útil para el servicio que manejáramos la pluma, la máquina de escribir y los números, en vez de cargar ladrillos o de trepar por los andamios, por más que se nos hubiera enviado para realizar un trabajo manual. El tercero de nuestro grupo estudiantil, Ignacio Faure, ingresó en el destacamento semanas más tarde. Llegó a deshora y no tuvo escapatoria. Se hartó de poner durante meses un ladrillo sobre otro o de montar encofrados. No sé si la experiencia ganada entonces le sirvió luego en su profesión como arquitecto. Cualquiera de nosotros aventajaba en instrucción a la mayoría de los obreros o campesinos presos. Analfabetos había. Para la familia del mallorquín Joan Martorell escribí cartas y leí luego sus respuestas. (...)

En las preguntas que los periodistas o los particulares suelen plantearme nunca falta una inevitable sobre cómo hicimos Manolo y yo, para escapar de Cuelgamuros. Cargados los ojos de imágenes repulsivas de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, la gente equipara a los campos de trabajo españoles a los alemanes. No es que Franco no estuviera informado de cómo funcionaban éstos y a qué malhadado negocio se dedicaban. El dictador supo del holocausto, como es sabido, por los informes que elevaron a sus superiores en Madrid los diplomáticos españoles destacados en plazas claves para el conocimiento de las barbaridades nazis. El régimen de Franco, sometido a la lupa de los vencedores del nazismo, no estaba entonces para imitaciones, y menos con cámara de gas incluida. La represión que el dictador ejercía descansaba sobre fundamentos igual de fríos que los alemanes, pero distintos en su inhumanidad.

Nicolás Sánchez-Albernoz. Cárceles y exilios. Editorial Anagrama. Precio: 19,90 euros Y en formato e-book: 14,99 euros.

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