Las víctimas olvidadas
Alberto Soliño y Roberto Pérez Jáuregui son dos de las 60 personas que murieron en Euskadi entre 1968 y 1978 a manos de las fuerzas de seguridad El Gobierno vasco prepara un decreto para indemnizar a los perjudicados
El 12 de junio de 1976, Alberto Soliño, pasaitarra de 33 años y músico, actuó por la noche en la sala de fiestas Jai Alai, de Eibar. Al salir del recinto, ya de madrugada, observó que uno de sus compañeros discutía con otra persona porque el vehículo de esta última le impedía introducir los instrumentos musicales en el suyo. De repente, vio que esa persona colocaba en el vientre de su compañero una pistola. Alberto Soliño se dirigió a quien amenazaba a su compañero, intentando calmarle. “¿Qué pasa? Hablando se entienden las personas”, le dijo.
En ese momento, salía el público del recinto que, al ver la escena, empezó a gritar. Soliño se volvió y el desconocido le golpeó con la pistola en la cabeza. Cayó al suelo y el agresor le disparó un tiro. El mismo homicida llevó a Soliño en su vehículo al centro sanitario de Eibar, adonde llegó cadáver. El autor del crimen era un guardia civil de paisano: Luis Carpintero.
Alberto Soliño es una de las aproximadamente 60 víctimas mortales que se registraron entre 1968 y el 31 de diciembre de 1978 a manos de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado en el País Vasco. Son víctimas mortales de manifestaciones, controles policiales y actuaciones individuales arbitrarias de policías y guardias civiles. El Gobierno vasco ha publicado un borrador de decreto que pretende aprobar en las próximas semanas para reconocer e indemnizar a esas personas. Son las víctimas olvidadas.
Soliño estaba casado con Isabel González, de 24 años. El matrimonio tenía tres hijos pequeños, el mayor de seis años. A Isabel González, que vivía en Pasaia (Gipuzkoa), le pidió su madre, a primera hora, que fuera a su casa: “Alberto ha tenido un accidente”. No supo que Alberto estaba muerto hasta que a las 14.30 su hermana y su cuñado regresaron de Eibar.
Isabel González se trasladó a Eibar y vio a su marido muerto. “Estaba, como encogido, en una caja”. Cuando comentó que quería otro ataúd, algunos guardias le respondieron: “Cuando matan a un guardia civil lo meten en una caja de 8.000 pesetas”. Isabel González consiguió enterrar a su marido en otro ataúd y lo hizo en el cementerio de Alza, en San Sebastián. Un oficial del Ejército le dijo: “Usted no diga que fue un asesinato”. “En la esquela por el fallecimiento de Alberto nos obligaron a poner que fue un accidente”, recuerda.
Isabel González, que no tenía otros ingresos que los de su marido, se fue a vivir, a sus 24 años y con sus tres hijos, al domicilio de sus padres que, a su vez, tenían otros tres hijos. Allí se presentó a los pocos días un grupo de guardias civiles de paisano, con un oficial al frente. Cuando la vieron, comentaron: “Es una niña”. Y se excusaron, diciéndole que “les había salido una oveja negra en el cuerpo”.
Fue todo el reconocimiento institucional que tuvo. “Si hubo investigación, a mí no me llamaron”. Al cabo de unos años, se celebró un juicio. Isabel González no tuvo conocimiento de él. Sabe que Luis Carpintero fue condenado a pagarle una indemnización de un millón de pesetas porque se lo notificaron con posterioridad.
Isabel González recuerda: “Tenía que ir al cuartel de Loyola a cobrar la indemnización. Pero la cantidad no era fija. El primer mes me pagaron 10.000 pesetas; el siguiente, 8.000”. El sufrimiento era tal que al final su madre la sustituyó.
El guardia Carpintero ni siquiera fue suspendido de empleo. Isabel González recuerda cómo, pasados los años, un día se enteró, casualmente, que Carpintero “cumplía condena” en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. Junto con su hermano, logró pasar los controles haciéndose pasar por amiga de Carpintero. Les recibió un oficial y les comunicó que Carpintero estaba de permiso porque “habían operado a su hijo”. Isabel González estalló y comunicó que era la viuda de la víctima del guardia. “El oficial no sabía por dónde salir. Pidió perdón...”.
Nos obligaron a que constara que fue un accidente” , explica Isabel González
El asesinato de su marido le destrozó la vida. “Quedé rota. Estuve dos años sin salir de casa. Vine a vivir con mis padres porque yo no tenía trabajo. Me había casado muy joven. Tuve que sacar a mis tres hijos del Colegio Inglés y cambiar totalmente mi vida, porque no tenía ingresos”. Pasado el tiempo y por vía judicial, logró una pensión de viudedad de 567 euros mensuales, apelando a una de las empresas que había contratado a su marido como músico.
A diferencia de las víctimas del terrorismo de ETA o de los GAL y el Batallón Vasco Español, las aproximadamente 60 víctimas mortales de miembros de las Fuerzas de Seguridad como Alberto Soliño han quedado en “tierra de nadie”, sin ningún tipo de reconocimiento. Encajan en un nuevo modelo, el de víctimas de “sufrimientos injustos en un contexto de motivación política”. El Gobierno vasco ha publicado un borrador de decreto que pretende aprobar en las próximas semanas para subsanar esta deficiencia.
“Se trata de legitimar el Estado de derecho y de contribuir a construir la convivencia cuando se acaba el ciclo de la violencia terrorista. Frente a quienes dicen que con esta decisión se envía el mensaje de que en Euskadi ha habido dos violencias —la de ETA y la del Estado—, decimos que no. Aquí sólo ha habido una violencia —la de ETA— y luego casos aislados de abusos policiales, pues muchas de estas víctimas estaban al margen de cualquier conflicto. Esta decisión legitimará el Estado de derecho”, señala Idoia Mendia, consejera de Justicia del Gobierno vasco.
La mayoría de estas víctimas mortales lo fueron en altercados, como Soliño; por confusión —como Segundo Urteaga, sacristán de Urabáin (Álava), tiroteado en el campanario de la Iglesia por un inspector de policía—; controles de carretera —como el matrimonio alavés formado por Victoriano Aguiriano y María Ángeles Barandiarán, que dejó a tres niños huérfanos— o por manifestaciones de protesta.
Un caso muy emblemático fue el de los cinco obreros muertos por disparos de la policía el 3 de marzo de 1976 en Vitoria cuando salían de una asamblea y cuyo 36 aniversario se cumplió el sábado. También lo es el caso de Roberto Pérez Jáuregui. Pérez Jáuregui murió el 8 de diciembre de 1970, en los últimos años de la dictadura de Franco, como consecuencia de los disparos de un policía en una manifestación celebrada en Eibar (Gipuzkoa) el 4 de diciembre de ese año en protesta por el juicio de Burgos contra 16 militantes de ETA, a seis de los cuales pedía pena de muerte un tribunal militar sin garantías democráticas.
Fue un asesinato de gran impacto popular por el contexto en el que se produjo (las manifestaciones contra el proceso de Burgos de 1970, de repercusión internacional porque pusieron en jaque a la dictadura de Franco).
No hubo investigación ni juicio por la muerte de Roberto”, asegura Pérez Jáuregui
Pérez Jáuregui, de 21 años, trabajaba de electricista en Aya (Eibar) y, como otros tantos jóvenes de la época, estaba comprometido políticamente contra la dictadura. En su caso, militaba en el PCI (posteriormente, el Partido de los Trabajadores de España). Era uno de los numerosos manifestantes que participaban en la marcha de protesta que se convocó a las 20.30 del 4 de diciembre de 1970 en Eibar. Esta ciudad se había unido a la huelga general extendida en todo Euskadi. Era un municipio especialmente sensible porque tres de los encausados en el proceso de Burgos procedían de ella: Mario Onaindia, Juan Echave y Enrique Gesalaga.
El hermano de Roberto Pérez Jáuregui, Jorge, que también participó en la manifestación, recuerda cómo a la altura de la calle Karmen se empezaron a oír disparos de la Guardia Civil. La manifestación se dispersó. Algunos marcharon hacia el monte. Pero un grupo numeroso de manifestantes permaneció en la calle, pese a las ráfagas. Entre ellos estaba Roberto.
En un momento determinado, Roberto dijo: “Me han dado”. Al principio se pensó que sería un disparo de la Guardia Civil. Lo llevaron a la Residencia Sanitaria de San Sebastián. Murió a los cinco días, el 8 de diciembre. Los médicos comprobaron que había muerto de un disparo a quemarropa, a menos de dos metros, por un policía de paisano.
Roberto Pérez Jáuregui fue enterrado en el cementerio civil de Eibar. La Guardia Civil, con el estado de excepción declarado en Gipuzkoa, impidió la entrada en un Eibar totalmente tomado. “No se abrió ninguna investigación. No hubo juicio alguno”, recuerda su hermano Jorge. El asesino, miembro de la Brigada Político-Social franquista, se cree que fue trasladado a Valladolid y ascendido posteriormente. “Tanta injusticia destrozó la vida a mis padres”, señala Jorge.
Casi cuarenta años después de aquel asesinato, en 2007, Roberto Pérez Jáuregui fue reconocido como víctima por la ley de Memoria Histórica. “Durante todos estos años no hemos tenido un reconocimiento institucional, pero sí social del pueblo de Eibar”, señala Jorge.
El caso de Pérez Jáuregui, en contraste con el de Soliño, fue muy conocido por el contexto en que se produjo. Y por ser tan conocido y no haber obtenido ninguna respuesta de las instituciones democráticas, que empezaron a reconstruirse a los siete años de su asesinato, contribuyó a su falta de legitimación en Euskadi. “No eran creíbles unas instituciones que se denominaban democráticas y que no reconocían que Roberto era una víctima del terrorismo de Estado”, señala Jorge. Por ello, la consejera de Justicia del Gobierno vasco, Idoia Mendia, recalca que “este decreto va a contribuir a legitimar el Estado de derecho”. Eso sí, 40 años después.
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