Desorden moral
Lo peor de lo que pasa es que digan que no está pasando. Por ejemplo, Valencia. Millones de personas escucharon las conversaciones de los políticos Camps y Costa (amiguito del alma, consígueme caviar, te has pasado pueblos con mi regalo, lo nuestro es muy bonito) con personajes de la trama que enfangó la función pública hasta límites de sonrojo. Y millones de personas (de la izquierda, del centro, de la derecha, de la vida institucional, de la vida) supieron cuál era la calaña verbal de aquellos untuosos seres que, en la baja frecuencia, ponían a caer de un burro a aquellos a los que adulaban de la manera más abyecta e interesada.
Todo eso (lo que escucharon millones de personas y que fue grabado por la policía esgrimiendo la sospecha cierta de que ahí había delito) remite a un desorden moral, a una desvergüenza que no tiene tan solo aspectos judiciales. Apela, lo que se oyó, a la moral de las personas, y tiene que ver con la bajeza y el estímulo a la bajeza; las sociedades se animan mirando hacia lo alto, y cuando miran hacia lo bajo, cuando se permiten la licencia del bajo instinto depredador de lo público, la sociedad sufre, se encanalla.
Y en esas estábamos cuando empezó a latir la sospecha de que de lo de Valencia no iba a quedar nada. Queda, pero ahora dicen que nada quedará. El argumento para usar la goma de borrar con todo lo que escuchamos es el mismo que se usa para lanzar tinta de calamar contra los que tuvieron la legítima sospecha de que de todo aquello tenía que surgir una autocrítica moral, un desahogo social, que tuvieron la decencia de exponer dos de los implicados en la misma estrategia de regalos o de dádivas interesadas que al autoinculparse dispersaron la razonable existencia de una culpa.
Sería decente que ahora, ante este veredicto tan estrecho como decepcionante para muchos (aquellos millones que escucharon), refrenen su contento quienes estiman que ya está salvado el escollo de la vergüenza ajena que ellos mismos evidenciaron en público y en privado. Teniendo en cuenta, además, que ya todo lo privado es público en este mundo en el que el desorden moral se ampara en el “y tú más” que habita en las palabras, pero debemos resistirnos a pensar que ya haya penetrado en la conciencia de la memoria social.
Y ya que digo la palabra conciencia, déjenme un minuto para hablar del obispo Blázquez y de su insólita intromisión en la vida privada de una persona absolutamente respetable en su libertad y en sus apetencias, Soraya Sáenz de Santamaría, que ahora es vicepresidenta del Gobierno. El obispo, que fue notorio en un tiempo por el desdén irrespetuoso con que lo recibió Arzalluz en Euskadi, ha sido extremadamente irrespetuoso con la ciudadana vallisoletana que había sido elegida por su Ayuntamiento para dar el pregón de la Semana Santa. El argumento esgrimido por el sacerdote devenido obispo tiene que ver con la boda civil de la joven política. Eso es desorden moral, intromisión en la vida de los otros, tachadura religiosa de la opción que la Constitución contempla como elemento esencial de la libertad. El obispo aún no ha pedido perdón. Acaso porque la Iglesia tarda en hacer ese ejercicio. Y a esto también lo debemos llamar desorden moral. jcruz@elpais.es
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