Manuel Fraga o la ensoñación canovista
“Solo hay una España verdadera y la otra es la yedra, parásito que crece sobre la encina”, escribió hace 60 años Manuel Fraga, joven y brillante catedrático de Derecho Político, apropiándose una metáfora de Ramiro de Maeztu, muy socorrida en tiempos de la República. Esa España única y verdadera no había decaído sino que fue “derrotada por una conjuración europea capitaneada por Francia e Inglaterra y sañudamente pateada en el suelo de su vencimiento”. Derrotada, sí, y hasta pateada, pero ahí estaba ella otra vez, gran nación, en el mundo de hoy, escribirá el mismo Fraga, catedrático ahora de Teoría del Estado; una “España sin problema”, apropiándose para la ocasión de un pensamiento de Rafael Calvo Serer.
Eran los años cincuenta y Manuel Fraga se contaba entre los “cerebros más importantes” del Movimiento Nacional, protagonista de una carrera meteórica que desde la primera cátedra, conquistada a la temprana edad de 26 años, lo llevó por el Instituto de Cultura Hispánica, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto de Estudios Políticos y la Delegación Nacional de Asociaciones hasta la titularidad del Ministerio de Información y Turismo, al que fue llamado en 1962. Para entonces se había convertido ya en una “personalidad del régimen”, o sea, alguien con recursos intelectuales y políticos más que sobrados para desempeñar un papel de primera fila, quizá la mismísima presidencia del Gobierno, en la definitiva institucionalización que garantizara su permanencia más allá de la vida de su fundador.
Para conservar hay que reformar, y únicamente se reforma aquello en lo que se cree, decía Fraga, cuando el régimen al que había entregado todas sus energías entró en un incierto proceso de transición hacia no se sabía dónde. Él, por su parte, creía y estaba dispuesto a dar su vida para conservarlo procediendo a las inevitables reformas. Fue en ese momento cuando, desde el Maeztu de juventud con su única España, y el Calvo Serer de su primera madurez con su España sin problema, dio un salto hacia atrás, hasta encontrarse con Cánovas del Castillo, artífice un siglo antes de la restauración de la monarquía borbónica.
La historia, y el eclipse final de sus adversarios en las luchas por el poder de los años sesenta, le habían situado en una posición privilegiada: liderar, desde la Vicepresidencia segunda del primer Gobierno de la Monarquía, “una sabia y prudente dictadura al servicio del establecimiento de un régimen liberal”, como atribuyó a Cánovas en una sonada conferencia. Creyente a pies juntillas en aquello que se llamó franquismo sociológico y convencido de que el régimen al que había servido era reformable desde dentro, anduvo a la búsqueda de su Sagasta —y… ¿por qué no Felipe González?— hasta que las gentes de su propio bando dieron un portazo a su plan de reformas y precipitaron su caída. Presumiendo ocupar el centro, la irrupción de la izquierda lo desplazó al lugar de donde procedía, la derecha de la derecha, junto a López Rodó, Martínez Esteruelas y demás importantes cerebros de las variadas familias del régimen.
“Pero, hombre, cómo te has aliado con Fraga”, preguntó el Rey a Fernández de la Mora, otro cerebro, “ni en Londres le han quitado el pelo de la dehesa”. Solo el colapso de Alianza Popular, nombre de lo que podía pasar por una santa alianza en defensa de la tradición, empezó a quitárselo; el pelo de la dehesa, quiero decir. Porque en las Cortes finalmente Constituyentes, y tras presentar en sociedad a Santiago Carrillo, Fraga comenzó a actuar como un demócrata después de la democracia. Participó activamente en la elaboración de la Constitución, aunque se opuso con su probada tenacidad, por “peligrosísima”, a la introducción de “nacionalidades” en el texto constitucional; y contempló sin melancolía la defección de sus aliados, que le permitió a él, en una nueva coalición con antiguos compañeros de Gobierno como Osorio y Areilza, desplazarse hacia el centro.
El naufragio de Unión del Centro Democrático hizo el resto. Sin verdaderos enemigos a su derecha, Fraga procedió a fabricar el último invento de su larga vida política por ver si podía quedarse con todo el centro. Lo bautizó como “mayoría natural”, que venía a cumplir en su estrategia la función antes asignada al “franquismo sociológico”. Solo que esa mayoría, por avatares de la historia, ceguera de advenedizos y astucia de sus adversarios, se redujo de pronto a “la oposición”, con un infranqueable techo electoral situado en las alturas del 25%. No más, tampoco menos, insuficiente en todo caso para afirmarse como alternativa del poder socialista que, por su parte, lo trató con toda clase de miramientos. El Estado le cabía en la cabeza, dijo de él famosamente Felipe González, que al final resultó ser el auténtico Cánovas, dejando para Manuel Fraga el dudoso honor de eterno aspirante a Sagasta.
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