Si logramos que no nos azoten…
Han ganado. Aquí, allá y acullá. Ya nos han vencido, sometido, conquistado. Los nuevos amos del universo están convencidos de que lo moderno es volver al siglo XIX y lo antiguo, los avances del XX
Confía José K., quizá de forma irresponsablemente ingenua, en que al menos no lleguen a los castigos físicos. Nos recortarán, nos achucharán, nos encogerán, harán papiroflexia —mire qué bonita la pajarita que nos ha salido— con los papeles donde teníamos grabados nuestros derechos, nos cerrarán refugios y si dejan alguno, quizá algún hospital, nos cobrarán la entrada, primero, y cada latido advertido por el estetoscopio sonará con el clic de las cajas registradoras. Pero José K. espera, vaya usted a saber por qué, que no nos apaleen. Algo es algo, se dice mientras ve en el espejo del cuarto de baño esa cara agrietada por los años, sí, pero también por repetir una y otra vez la misma frase: ¿aún quieren más? ¿Aún quieren más? ¿Aún quieren más?
Mira nuestro hombre, un tanto encorvado, involuntaria muestra de sumisión, a los nuevos amos del mundo, tan triunfadores, tan pavos reales, con esa sonrisa de tampoco es para tanto. Y sí, efectivamente, tampoco es para tanto porque esos que vemos mandan muy poco, que más bien obedecen. ¿Y quiénes son, entonces, se pregunta José K., los que de verdad han conseguido que una señora alemana y un señor francés se repartan un pastel cada vez menos apetitoso y encima nos hagan creer que estamos construyendo una nueva Europa —quiénes, ¿nosotros?—, mientras sus banqueros aguardan a que lleguen los despojos de tanto sucio pig en sus modernos despachos con diseños de la Bauhaus o de Philippe Starck? ¿Quiénes son entonces los que han quitado a un primer ministro —repugnante, bien es cierto— para poner a un obediente empleado de banca? No se sabe, pero lo único que les caracteriza es que siempre, siempre, en cualquier circunstancia, quieren más. Y eso que ya lo tienen todo.
Así que José K. insiste: puede, incluso, que nos traten bien, piensa, hasta que nos den palmaditas en los mofletes, más bien resecas mejillas según pase el tiempo. Y es que ni tan siquiera necesitan azotarnos o amarrarnos con grilletes. Ya nos han vencido, derrotado, sometido, conquistado. No solo aquí, en este limitado terruño, no. Es sismo de dimensiones apocalípticas por cuanto sacude a todos y cada uno de los continentes. Incluso José K. tiende a pensar que de existir otras galaxias, también en ellas habrían vencido los mismos. Cierto que solo lo han hecho por nuestro bien, que hay que ver cómo hemos gastado tantos años, como unos irresponsables. Por eso vienen ellos —¿quiénes?— a poner orden en este patio de monipodio donde hasta los obreros tenían casa propia —ya ven— y se habían hecho crecer los derechos sociales de las minorías y los más desprotegidos. A tales desmanes, equivocadamente, sin duda alguna, se les había considerado avances de la humanidad. José K., asustado por la velocidad que le arrasa los pensamientos, empieza a verlos como cosas del pasado.
Y es que ahora ya no necesitan disimular. ¿Para qué? Si ya quitan y ponen primeros ministros y responsables de economía, en un mecanismo de puerta giratoria siempre en movimiento o de alegres, para ellos, tiovivos, hoy en Goldman Sachs o en Lehman Brothers, mañana ministros o gobernadores de bancos centrales para sin solución de continuidad, una vez cumplidos los encargos, retomar sus bien remunerados empleos. José K., con un punto de chulería, producto del enfado, advierte que tiene sus nombres y hasta sus fotos. Aquí están anotados, dice, este, ese otro y aquel de más allá. Y si eso practican esos chafalmejas a escala planetaria, qué no podrán probar en nuestra pequeña granja, minúsculo reducto este en una esquina del muy Viejo Continente.
Están a punto de lograr, por ejemplo, según ve nuestro hombre, que se haga cierto un sucedido nunca visto a lo largo de la historia: que lleguemos a creer moderno lo que ocurría dos siglos antes y antiguo lo que pasó en el siguiente. Un contradiós. Pero José K. lo ve aquí y allá el siglo XXI. Nos llevan al XIX y abominan del XX. Cuánto mejor aquellos años en que no había regulaciones de sueldos, edades, horarios o contratos. ¿No es excitante comprobar cómo crecía el capitalismo gracias a que aquellos miles de obreros de Manchester se dedicaban a lo suyo, a caerse muertos trabajando, y no a perder el tiempo en vacaciones y horas para el sándwich de pepinillo, que en nada benefician a la producción? Mucho más moderno, dónde va a parar, la vuelta al XIX. Y si me apuran al XVIII, al XVII o al XVI, y no les calienten, ruega José K., que estos nos llevan al antiguo Egipto.
Convertidos pues contratos, derechos, e incluso los sindicatos, esos entes demoniacos, en antiguallas inservibles del siglo XX que solo retardan el progreso y el futuro, pensemos en su abolición. Cuánto mejor salarios ridículos —400 euros y ya estás dando palmas con las orejas—; olvidarse de convenios colectivos y empieza a picar ahora que ya te diré. Si se me antoja. ¿Dicen que ya ocurre en Alemania, donde empleos a menos de esos 400 euros maquillan de forma vergonzante las cifras de un desempleo muy superior al confesado por el Gobierno de Merkel, mientras los otrora poderosos sindicatos alemanes miran hacia otro lado o quizá ya ni miren porque se han quedado ciegos, mudos y sordos? Pues eso me reafirma en lo que digo, insiste irritado José K., que ellos, esos seres innombrables, nos han desbaratado, pisoteado, laminado, aquí, allá y acullá.
No quiere nuestro hombre, ya la vena de la frente como una cuerda, perder el tiempo en duques hábiles de manos en distintas disciplinas, ruinosas necrópolis levantadas un día en honor de ridículos caudillos chocarreros, y ni tan siquiera le apetece mencionar lo larga que le quedaba la sisa o corto el tiro en sus galas al presidente pinturero. Prefiere pensar en cómo hemos de levantarnos, unirnos en el lado transparente de la Fuerza, y protegidos por armaduras —yelmo, gorguera, escarcelas—, chalecos antibalas —con kevlar, por supuesto— o trajes NBQ, sin olvidarnos de la imprescindible espada de láser, enfrentarnos, más pronto que tarde, a ese lado oscuro de la Fuerza que ahora todo lo domina y todo lo ensucia.
¿Y sabemos quién va a dirigir entonces esta batalla, desde la pura jugada de parchís, dada la desproporción de fuerzas, hasta llegar a la guerra de las galaxias? ¿Quizá el recio agricultor más de izquierdas que nadie será el que nos haga surcar los caminos necesarios para repensarnos la izquierda, española, europea y mundial, necesitada de finas herramientas para desarmar al maligno en este siglo XXI? ¿O será la líder pizpireta, sonrisa amable y compañera de figurillas atirantadas e incluso de raros ejemplares astures con tendencia a la caza del oso? ¿Entonces? ¿Tendremos que dejar nuestras vidas una vez más, tiembla José K., en manos de quienes tanto y tan sonoramente han perdido frente a ese enemigo que ni ahora, después de tan glorioso triunfo, sabe si sube o baja?
Es posible, es posible, medita pesaroso José K. ¿Y aguardamos el advenimiento de otro querube o volvemos a depositar vida y hacienda en el veterano sarmentoso y tatuado de cicatrices? Cree nuestro hombre que aún queda tiempo para resolver esa pregunta que le quema la lengua nada más plantearla. Ahora, ruega, déjennos un tiempo para llorar a nuestros muertos y rehacer los adentros. Es cosa de poco, lo prometemos. Para calmar el dolor, que un fantasma recorre el universo y la reconquista va a ser inclemente y cuajada de peligros.
“Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser.
Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
Es hora de morir”.
(Roy Batty, Blade Runner, Ridley Scott, 1982).
“Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais… a multitudes despojadas de sus derechos más acá de Orión, y revolverse contra las injusticias y cantar al progreso en esa tierra que habitan los humanos, más allá de la puerta Tanhäuser”.
(Añadido de José K., diciembre 2011).
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