La batalla de Goyo por el Jarama
Un jubilado crea en un mesón de Morata de Tajuña el primer museo que evoca la memoria de uno de los frentes bélicos decisivos de la Guerra Civil
Un kilo de balas era un kilo de pan. Por eso, a Goyo Salcedo le llevaba con seis años su padre, junto a su hermano, en plena posguerra de hambre de los años cincuenta, a recoger la chatarra bélica que encontraban en los olivares cercanos a su casa de Morata de Tajuña, en el sureste de Madrid. A aquellos cerros de viñas y olivos, donde en febrero de 1937 murieron más de 15.000 soldados en la sangrienta batalla del Jarama, volvió cuando su padre ya había muerto para recordar sus tiempos de niño. Y poco a poco volvió a recoger balines, pistolas, máscaras de gas, tinteros, alpargatas, cartas y cajas de juanolas. De las visitas que cada fin de semana realizó durante 14 años con un detector de metales nació el Museo de la Batalla del Jarama, el único que hay sobre la Guerra Civil en Madrid, que abrió Goyo con su amiga Pilar en un mesón de Morata. Ninguna administración quiso ayudarles. Según los promotores del museo, porque la memoria de la guerra incomodaba a todos.
A Goyo le preocupa que, como él, muchos se acercan al mismo escenario cada fin de semana y se están llevando a toda velocidad los restos de la historia para engordar sus bolsillos. Tampoco nadie se preocupa de protegerlos. La batalla por la memoria del Jarama es la batalla casi en solitario de Goyo. “Esa herida que ves, ahí hay una trinchera”, dice mientras sube un montículo del cerro sin dificultad. Tendrá casi 67 años, pero cuesta seguirle monte arriba. Enseguida se ven las hendiduras en el terreno y las aberturas de las cuevas, donde Goyo se mete sin pensarlo dos veces. No hay más remedio que ir detrás, aunque no dé muy buena espina deslizarse tierra adentro en la penumbra. Dentro aún quedan huellas de vida: al observar el hollín que dejaron los candiles en la pared de la roca, se puede imaginar a los soldados republicanos guarecidos del frío esperando el combate. Hace 74 años, esta orilla del río Jarama era un infierno.
A la localidad llegan antiguos brigadistas o sus familiares, en busca de su pasado
El museo resultó molesto desde su nacimiento. El Ayuntamiento de Morata de Tajuña no rechazó el proyecto, pero nunca dio un paso para llevarlo a cabo. “Podría seguir esperando de no haberme encontrado con Pilar”, se lamenta Goyo. La aludida es Pilar Atance, una anciana de 72 años dueña del mesón El Cid, en cuyo garaje descansa la memoria de la batalla. No solo no tuvieron ningún apoyo público, sino que, aseguran, no se lo pusieron nada fácil. “Nos pidieron hasta el último papel, tuve que construir una estación depuradora para cumplir no sé qué requisitos”, se queja Pilar. También les denunciaron por albergar armas. “Se archivó cuando la Guardia Civil lo visitó”, cuenta Goyo. “Los agentes que vinieron acabaron regalándonos un mapa de la batalla”, añade. “Lo que ha ocurrido con este museo es miedo político”. Es el análisis que hace Jesús González de Miguel, historiador y autor de La batalla del Jarama. Testimonios desde un frente de la Guerra Civil, que ha colaborado para documentarlo. “En este país metemos nuestra historia debajo de la alfombra”, se queja. Ha intentado que lo visiten los institutos de la zona, pero pocos se atreven. “La juventud tiene que saber que la guerra no es como la cuenta Hollywood. Es un fracaso social, que no huele a gloria sino a muerto. Y pueden aprenderlo de sus propias batallas, no de Vietnam”.
Lo visitan pocos españoles, pero muchos extranjeros. A la pequeña localidad de 7.000 habitantes llegan frecuentemente autocares de ingleses, franceses o belgas; suelen ser familiares o veteranos brigadistas que buscan su pasado. “Hemos visto a muchos pasarlas canutas en estos olivares”, recuerda González de Miguel. En la batalla participaron brigadistas internacionales de medio mundo, soldados de 52 nacionalidades de los 66 países censados entonces en la Sociedad de Naciones. “Solo el 7% salieron ilesos; unos 2.000 están aquí enterrados”, indica el historiador. En su opinión, fuera de nuestras fronteras la memoria histórica no es siempre un problema, sino todo lo contrario. “Es algo que nos enerva: 250.000 personas han visitado los campos de batalla de la I Guerra Mundial; Normandía es un parque temático y la zona vive de ello; a Gettysburg han ido dos millones; la gente visita también Waterloo, en Bélgica… ¿Qué es lo que nos pasa a nosotros?”.
A la salida de la cueva, Goyo señala una explanada enfrente del cerro: “Mira, es allí”. Antes había relatado el día que su padre, su hermano y él encontraron en una de sus excursiones algo más que las balas de siempre. “Uno ya nacía sabiendo que donde crecía más hierba es donde había restos humanos”, recuerda. Excavaron y desenterraron dos cuerpos: un par de esqueletos de dos soldados americanos. Les quitaron los objetos metálicos y los volvieron a enterrar. Y allí siguen: enterrados para siempre a la orilla del río Jarama.
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