Indignados
El 15-M ha roto el monopolio discursivo de las élites y ha impuesto su propia agenda
El éxito masivo de la manifestación convocada el 19 de junio por los indignados merece una seria reflexión. Cuando el movimiento nació, en vísperas de los comicios locales, constituyó una sorpresa, pues aunque ya se había creado un caldo de cultivo propiciatorio, hecho de insatisfacción ciudadana y malestar ante la crisis, no parecía probable que la juventud española se molestase en movilizarse, dada su apática tradición de absentismo acomodaticio. Pero sin embargo el 15-M supuso un éxito muy superior a cuanto cabía esperar, hasta el punto de que pudo pensarse que había sonado la flauta por casualidad. Una flauta como la de Hamelin, pero esta vez interpretada no por un maestro flautista (pues el manifiesto de Hessel sólo servía de guion o pre-texto movilizador) sino por la multitud autoconvocada en red para celebrar una smartmob: una movilización inteligente para protestar en público aprovechando la inminente cooptación electoral.
A lo cual se vino a añadir la represión policial de quienes pernoctaban en Sol, que actuó de agente catalizador, desencadenando una reacción en cadena que movió a los indignados a sentar sus reales en el ágora de la polis. Y así fue como emergió el acontecimiento histórico por generación espontánea, pues esas acampadas transformaron el espacio público, convirtiéndolo en el escenario civil de un drama político: una performance ciudadana donde la voz de una parte del pueblo (la parte más meritoria e ilustrada, precursora y portavoz de las fratrías escolarizadas que aguardan indefinidamente a la espera de poder ejercer su bloqueado derecho a la integración social) se elevó hacia las autoridades demandando la reforma de la deteriorada democracia.
Tan inesperado resultó el éxito de la movilización que pudo pensarse que se agotaría a sí mismo tras las elecciones. Pero lejos de ser así, pronto aprendió a resistir entre acampadas, iniciando un proceso de difusión horizontal que circuló de plaza en plaza hasta que terminó por madurar, una vez superada la prueba de fuego que representó su simbólico asalto al Parlamento de la Ciutadella. Y ahora ya sabemos, tras la masiva confirmación del 19-J, que este movimiento de indignados no es una simple flor de primavera, sino que constituye el motor de un incipiente ciclo de protesta destinado a poner a prueba a la democracia española obligándola a rectificar. Es todavía pronto para saber a partir de aquí cuál será su prometedor recorrido futuro, pero de momento ya podemos atribuirle tres grandes logros.
El primer logro del 15-M ha sido crear desde la nada una nueva conciencia generacional de participación cívica y protagonismo político entre todos esos jóvenes espoleados por el entusiasmo de la efervescencia colectiva que corrieron a comprometerse con tan apasionante movilización. Ahora ya saben por propia experiencia que pueden tomar parte activa en la cosa pública e influir en ella decisivamente. Lo que indica que ha nacido un nuevo sujeto histórico dotado de un ethos civil y un habitus político que seguirá predeterminando en adelante el destino colectivo de toda esta generación.
Su segundo logro ha sido denunciar en público la grave pérdida de legitimidad de las élites que nos representan y gobiernan. Pues si bien es verdad que no todos los políticos son falaces y corruptos, por desgracia todos son cómplices encubridores de sus compañeros que sí lo son. Lo que es como decir: el emperador está desnudo. Algo que ya sabíamos los españoles, según revelan las encuestas del CIS. Pero no es lo mismo aceptarlo con resignación en la esfera privada que denunciarlo con indignación en la esfera pública, como han hecho los jóvenes airados del 15-M. Por eso hay que interpretar su denuncia como una proclamación performativa: un veredicto que al pronunciarse transforma la realidad institucional denunciada, convirtiéndola en ilegítima y por tanto necesitada de una profunda reforma.
Y, finalmente, el tercer logro del 15-M es cuestionar desde abajo la agenda pública española. Una agenda hasta ahora dictada desde arriba por las élites políticas y mediáticas que monopolizan en su exclusivo interés la esfera pública de debate, vedando el acceso de los demás sectores de la sociedad civil. De ahí el eslogan “no nos representan”, pues en efecto nuestras élites políticas representan a los mercados financieros en mucha mayor medida que a sus bases electorales. Pues bien, al levantar la voz desde la plazas mayores, los indignados del 15-M han roto el monopolio discursivo de las élites y han impuesto su propia agenda de demandas ciudadanas. Ya es hora de que se escuche su voz y se abra un debate público sobre los derechos que les asisten y cuyo efectivo ejercicio reclaman con legítima indignación.
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