Retrato de una Academia anclada en la Historia
Ritos religiosos, cargos vitalicios, rotunda hegemonía masculina y una desatención por la España contemporánea lastran la institución
Los miembros de la Real Academia de la Historia, antes y después de cada junta general, se encomiendan a Dios. “Que el Espíritu Santo ilumine con su gracia nuestra inteligencia y nuestro corazón”, es la oración que precede el inicio de las sesiones de los viernes. El breve rezo en latín es una herencia que la institución no ha desterrado de sus rituales. No es el único lastre que arrastra del pasado: otras son la presencia de un arzobispo (en la actualidad, monseñor Antonio Cañizares), el escaso número de mujeres, la hegemonía centralista (apenas hay académicos de la periferia), el predominio de especialistas en tiempos gloriosos de reyes y conquistadores y algunas funciones anacrónicas, como la de censor. Este cargo, que ahora desempeña el decano de la Real Academia de la Historia, Carlos Seco Serrano, parece simbólico en la práctica, pero podría no serlo. Todos los discursos de ingreso, recepción y contestación de los nuevos académicos son supervisados por él.
No suele alterarlos, según un académico, pero podría hacerlo. Lo cierto es que la entrada de nuevos miembros apenas aviva el debate. A diferencia de lo que ocurre en la Real Academia Española (RAE), donde acostumbran a disputarse los sillones dos y tres candidatos, en la de Historia reina la absoluta unanimidad. En raras ocasiones se presenta más de un aspirante a los puestos vacantes.
En los últimos años abundan los candidatos propuestos por la historiadora Carmen Iglesias, la segunda mujer en ingresar en la Academia (ha arropado a tres de los seis últimos en ingresar), y Luis Suárez, especialista en Historia Medieval y autor de la complaciente biografía de Franco en el Diccionario Biográfico Español (tres de seis, también). Para ciertos académicos, es evidente que hay “un grupo de presión” con gran influencia a la hora de decidir quiénes se sentarán en las sesiones de la institución de la calle de León.
Al igual que ocurre en la RAE, tiene que ser una terna de académicos los que defiendan la conveniencia de postular a un candidato. Los últimos electos han sido el arabista Serafín Fanjul y Fernando Marías, historiador del Arte. Con anterioridad, lo fue Luis Alberto de Cuenca. “Funciona como un club sumamemente restringido, por cooptación. Prefiero el sistema británico, más competitivo y abierto”, sostiene Ángel Viñas.
Aunque la RAE y la RAH nacieron en el mismo siglo, el XVIII, empujadas por el mismo soplo de aire ilustrador y con similares prácticas, en los últimos años se han ido diferenciando en algunos aspectos. En la reforma de sus estatutos, la RAE aprovechó para suprimir los cargos vitalicios. La RAH, por el contrario, ha decidido mantener los de secretario, anticuario y bibliotecario como perpetuos, algo que no ocurre con la figura del director.
La institución histórica nació bajo los auspicios de Felipe V. En la cédula real de 1735 se animaba ya a realizar un diccionario que ayudase a aclarar “la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia o por la malicia, conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido”.
Ha costado casi tres siglos la tarea, pero algunos aspectos relacionados con la historia más reciente no brillan por su esmero en establecer hechos objetivos. “Si un admirador de un autor polémico hace su biografía, como el caso de Luis Suárez Fernández y Franco, siempre tendremos textos casi hagiográficos o muy benévolos hacia su gestión y conducta”, señala el historiador Enrique Moradiellos. La fallida elección de algunos biógrafos es una de las razones de la controversia que ha generado el Diccionario Biográfico Español, pero el origen entronca con la propia composición de la RAH, donde no están representados especialistas en la historia más reciente.
La comisión de Historia Contemporánea de la Academia —que por extensión se ocupó de supervisar contenidos del Diccionario— está formada por Miguel Artola (respetadísimo historiador del siglo XIX), Vicente Palacio (colaborador de autores vinculados al franquismo como Ricardo de la Cierva y biógrafo del Rey), Miguel Ángel Ochoa Brun (historiador de la diplomacia y la política exterior) y Carlos Seco Serrano (autor de una vasta obra sobre Alfonso XIII y Eduardo Dato).
De la institución están ausentes algunos reputados historiadores como Santos Juliá, Josep Fontana, Jordi Nadal o Juan Pablo Fusi, por citar algunos nombres. Salvo recientes incorporaciones, la media de edad de los académicos es muy alta: 15 de los 36 tienen más de 80 años. “Habría que remozarla internamente, rebajar la edad media de sus integrantes y ampliarla en número y funciones”, plantea Enrique Moradiellos.
Incluso su director, Gonzalo Anes, acepta que la renovación generacional, la entrada de mujeres y expertos en temas contemporáneos son asuntos pendientes. “Con el tiempo desaparecerá esta desigualdad”, asegura. Aunque hay académicos que, como el arabista Juan Vernet, son partidarios de que la Academia admita más mujeres pero siga fiel a sus tradiciones —“Yo no tocaría nada”—, los más jóvenes son conscientes de que la renovación es inevitable. “Todas las instituciones deben renovarse. Es lógico y necesario que se dé entrada a otras generaciones”, afirma Fernando Marías, que, con toda la cautela, sugiere que algunas de las entradas del diccionario que se preveían polémicas “tal vez deberían haber sido controladas por la institución y no dejar la responsabilidad a autores singulares”. Como es partidario de “aplicar la exigencia científica a la disciplina histórica”, intuye que se creará una comisión, interna y externa, para revisar los posibles errores”. Una corrección que según el propio Anes se pondrá en marcha desde la versión digital de la obra.
Tan cauto como su colega, el poeta y filólogo Luis Alberto de Cuenca reconoce que “la edad media de la academia es alta”, pero matiza: “Hay gente valiosísima que teniendo mucha edad son pilares de la historiografía española”. Ambos coinciden en que la renovación de la Academia debe pasar también por la incorporación de más mujeres. “Es una de las asignaturas pendientes y hay historiadoras estupendas”, dice De Cuenca. Ninguno, sin embargo, es partidario de establecer cuotas. “La mujer debe tener una presencia obligatoria, pero natural”, afirma Fernando Marías. “No creo que las cuotas ayuden a la dignidad femenina. En política es normal porque hablamos de los representantes de la ciudadanía y las mujeres son aproximadamente el 50%, pero las academias no representan a nadie”. Fundada en 1738, hubo que esperar a 1935 para que ingresara en ella una mujer: Mercedes Gaibrois. La siguiente en hacerlo fue, en 1991, Carmen Iglesias, a la que seguirían, hasta hoy, solo dos historiadoras más: Josefina Gómez Mendoza, en 2003 y Carmen Sanz Ayán, en 2006.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.