En la ciudad nadie gana, si no ganan todos
La urbe perfecta es la que no tiene impedimentos de ninguna índole para disfrutar de los servicios que ofrece. El libro ‘Ciudad abierta, ciudad digital’, de José Carlos Arnal y Daniel Sarasa, nos ayuda a imaginarlas y a reconocerlas
Las urbes son ecosistemas. Sí, también las menos agraciadas que alardean con el cemento, esas también los constituyen, como una pradera de la Alcarria o un humedal andaluz, porque en ellas todos sus elementos son interdependientes. En Ciudad abierta, ciudad digital (Editorial Catarata), sus autores nos invitan a descubrir cómo han venido funcionando esos ecosistemas urbanos y cómo se han transformado vertiginosamente, en especial, a partir de la masiva irrupción digital que supuso la pandemia en nuestras vidas.
Daniel Sarasa y José Carlos Arnal optan por imaginarlas como ecosistemas complejos, en los que todo está relacionado, como en la naturaleza, en lugar de mencionar el desgastado término de ciudad inteligente (o smart city). En efecto, prefieren hablar de ecosistemas urbanos de innovación, que ya han asimilado —con mejor o peor suerte— la intensa interacción con la tecnología ocurrida durante las últimas tres décadas.
Lejos de nostalgias y sin proponer desandar lo andado, Sarasa y Arnal ayudan al lector a entender cómo lo digital puede ser aliado de las políticas públicas que favorecen primordialmente los intereses ciudadanos. Sarasa es ingeniero de Telecomunicaciones, contribuyó a poner en marcha la red de wifi municipal del Gobierno Abierto de Zaragoza y actualmente dirige la fundación Zaragoza, ciudad del conocimiento. Por su parte, Arnal, que ha dirigido el Parque Científico Tecnológico Aula Dei, en la actualidad trabaja como periodista especializado en información económica.
En sus abordajes no solo hacen una analogía de la metrópoli con los espacios naturales sino también con la noción del “código abierto” de la informática para idear un espacio que dé acceso a sus lugares públicos, sin impedimentos. Sin tiempo para lamentos, el texto plantea las posibilidades que se abren a partir del presente, aunque Sarasa diga que, “viendo algunos desarrollos urbanos, uno podría escribir eso de ‘los urbanistas que no amaban a las urbes’”.
El presente es esta confusa época pospandémica, con el fantasma del encierro aún horadando algunas voluntades humanas. Sin embargo, Arnal se atreve a extraer de allí lecciones: “La experiencia del confinamiento ha sido muy traumática para todos, pero hay que reconocer que hemos estado al mismo tiempo solos y aislados, y también más conectados que nunca. Las relaciones se han trasladado de las plazas, los mercados, los bares y las oficinas a las redes digitales. Es decir, la vida comunitaria ha resistido gracias a la tecnología. Pero también hemos aprendido que ese intercambio de mensajes, videollamadas y webinars de Zoom no sustituyen el contacto personal, ni la interacción no planeada, que forma parte de lo más valioso de la vida en el espacio público. Posiblemente, a partir de ahora veremos una vida social que funcionará con máxima intensidad en paralelo y, de forma simultánea, en la calle y en las redes digitales”.
La vida comunitaria ha resistido gracias a la tecnología, pero también hemos aprendido que ese intercambio de mensajes y videollamadas no sustituyen el contacto personal
Así, la digitalización ha posibilitado un cambio radical en los espacios de trabajo, según explican los autores, que ahora son zonas con límites difusos entre el propio salón y la oficina. Por otro lado, un nuevo tipo de empresas que no requiere de locales de grandes dimensiones, sino con buenas conexiones (para que sus empleados teletrabajen desde cualquier lugar) está resucitando los centros de las ciudades. Y estas, cuando son más compactas, son compatibles con una vida urbana sostenible.
Aquí los dispositivos digitales interactivos de los espacios públicos pueden servir para facilitar la vida cotidiana de los ciudadanos. En este sentido, los autores se refieren a la Digital Media City, de Seúl (Corea del Sur), como ejemplo pionero de adaptación a las necesidades que pueden tener los usuarios en cada momento. Según Arnal, la capital surcoreana enseña cómo podrían transformarse en inteligentes las infraestructuras más básicas, como el mobiliario urbano, los paneles informativos o la iluminación.
Sarasa agrega: “En la línea de la experiencia del país asiático, estamos vislumbrando solamente las grandes oportunidades que la digitalización del espacio público y privado puede aportar al diseño urbano en el futuro. Podemos utilizar los datos para un diseño urbano inteligente, inclusivo y de código abierto; espacios y servicios públicos que satisfagan mejor las necesidades y anhelos de todos, que incluyan desde los del emprendedor que monta un negocio a pie de calle hasta los del niño que juega en una plaza o los de la persona con movilidad reducida que se desplaza en un transporte adaptado”.
El principio que debería guiar las intervenciones urbanas es que nadie gana si no ganan todos. De ahí la observación de estos expertos acerca del cuidado (o no) con que se manejan los datos de las personas, tanto desde las instituciones públicas como por parte de las grandes tecnológicas que acceden a las licitaciones de servicios municipales.
Conservar el control público de esos datos y los algoritmos con que se procesan permitirá pedir rendición de cuentas. Explica Sarasa que justamente esa es la razón por la que “en el libro abogamos por unos ayuntamientos ágiles, que sepan también innovar al ritmo vertiginoso que lo hacen las empresas. Lo contrario conduce a tensiones cívicas y a una progresiva privatización de lo público por incomparecencia”.
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