Covid-19 y la revolución de la empatía
La pandemia ha sido en gran parte una crisis de lugar. Hay que aprender a construir nuevos mapas de proximidad, densidad y cercanía y con ellos una nueva pedagogía de lo social
La covid-19 es una radiografía hasta la medula ósea de una sociedad injusta y dividida. Muestra una fractura expuesta que nos exhibe, pero también nos revela la puerta de los cambios. Vemos desiertos de frontera que se expanden, muros que crecen y diques que se ensanchan. La geografía insular se reproduce en individuos, ciudades y países. El contrato social de Rousseau tiembla y en su lugar se instala el odio y a veces la xenofobia. De ahí nacen los chivos expiatorios, los lugares marcados, los otros y los demás. Sin embargo, la pandemia nos recuerda que no somos islas sino vínculos, puentes y amarras. Nos abre a la posibilidad de la otredad, que es capacidad de respeto y reconocimiento de la diversidad para vivir en armonía.
El coronavirus es un llamado a la consciencia para aprender a vivir en la confluencia de los mares y los mundos, en la necesidad de reconstruir un yo ajeno, como escribió el poeta persa Rumi, que pueda abrazar la realidad de los demás sin juzgarla. Que reconstruya la empatía que un mundo viejo y cansado había perdido, borrando poco a poco sus letras y su contenido, para dejar espacio para el yo y nadie más.
Si la vieja normalidad llegó por un camino, la nueva normalidad debe de irse por otro, no por el mismo. El punto de encuentro no es la pandemia, sino la posibilidad de cambio que ella trae consigo. Un punto de inflexión que nos recuerda que hagamos lo que hagamos, y digamos lo que digamos, bueno o malo, la montaña siempre nos devolverá su eco, como el mismo poeta místico Rumi nos enseñó.
Hemos construido muros para conocer y examinar las cosas inmediatas que, sin quererlo y sin pensarlo nos cierran la posibilidad de verlas desde afuera. Perdimos la facultad de reflejarnos en el otro y reducimos la vida afectiva a círculos mínimos, obstruyendo la puerta de la percepción interna que automáticamente nos pone un candado por afuera. Lo ajeno es un riesgo y lo limitamos a una mera verificación de nuestro yo. Sin embargo, para clausurar a los demás, primero clausuramos algo de nosotros. Rompemos el espejo y con el su reflejo y ante ese vacío se instala la indiferencia como regla y se reconstruye lo cotidiano.
Sin embargo, la empatía es una necesidad no un lujo. No se trata solo de enunciar el concepto, sino de pensar como hacerlo viable; de diseñar de nuevo espacios y lugares de encuentro, de mezcla, de interacción, donde se vea favorecida la palabra ajena, aquella que nos permita sumergirnos en los otros, no para estar en frente de ellos, sino para saber y aprender de su existencia y de su esencia. Un viaje de ida y vuelta.
La empatía es una necesidad no un lujo. No se trata solo de enunciar el concepto, sino de pensar como hacerlo viable
La covid-19 ha sido en gran parte una crisis de lugar. Hay que aprender a construir nuevos mapas de proximidad, densidad y cercanía y con ellos una nueva pedagogía de lo social. Calles, parques, espacios comunes y áreas generales deben exponernos de nuevo a lo público, al espacio de los demás, al barrio ecológico y sustentable que elimine bordes y fronteras e instale en su lugar una visión renovada donde renazca el sentido de identidad, pertenencia y cohesión social.
Una revolución que amplíe nuestro mundo y dibuje espacios físicos y sociales donde florezcan relaciones inter-subjetivas y nuevas compuertas de comunicación. De lo contrario es posible que regresemos a lo mismo una vez que seamos eximidos de restricciones y nos quitemos las máscaras de protección que portamos. Evitar que los viejos hábitos se adueñen de nuevo de nosotros y pensemos una nueva normalidad que nos restituya un yo diferente, que proyecte, refleje e irradie un yo que incluya lo nuestro y también algo ajeno.
Dejar de vivir en su contrario, que es la noción de indiferencia, un proceso mental voluntario de exclusión de sentimientos, actitudes, pensamientos y motivaciones inducidas por el otro, y regresar a la compasión y cercanía; a la fusión emotiva.
Un mundo que sea de “ahí para mí” y de “mi para los otros”. Una empatía que ensanche nuestros horizontes y nuestra capacidad de percepción y en esa nueva realidad nos permita reconocer nuestra humanidad compartida.
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