Cuando los vecinos marroquíes empiezan a derribar estereotipos
Karima Ziali ha escrito una novela corta en la que el protagonista es un joven rifeño que ha crecido en Barcelona y se enfrenta a los dilemas de la vida adulta desde las deudas afectivas y el afán de libertad
Escribir unas cien páginas amenas y despiadadas, como la vida, desde el perdón, la gratitud y la pertenencia: este es el principal acierto de Karima Ziali (Beni Sidel, Marruecos, 1986), en su primera obra, Una oración sin Dios (editorial Esdrújula). Esto significa que una hija de la diáspora marroquí, procedente del castigado Rif, que llegó a Barcelona antes de la edad de escolarización obligatoria, puede narrarnos una historia (y contarse un poco) sin afán revanchista y hacerlo con una mirada abarcadora e inteligente. Además, desde el punto de vista de un chico.
Ziali es una autora española, nacida “mora”, como los personajes de su novela. En sus relatos encara la escritura con amor. Sin trazas de algún resentimiento agrio y limitante con los que suelen crecer, no sin razón, muchas chicas provenientes del Marruecos periférico y rural que han sentido el doble o triple desgarro de la emigración, la marginación y la incomprensión foránea, sumadas a la asfixia de las propias imposiciones familiares que a veces las aplastan.
Una oración sin Dios parece nacer desde la resistencia a seguir reproduciendo estereotipos. Quizá porque en esto consiste la existencia verdadera de muchos hijos de la emigración magrebí en EuropaKarima Ziali, escritora
El segundo acierto, que podría ser el primero, es eludir el costumbrismo y el folklore que se espera de la narrativa del vecino marroquí, así como la prosa pancartista (o tuitera) de la segregación de los propios o la discriminación de la comunidad de acogida. Esta nouvelle (novela corta) que, por momentos, se precipita en resolver tramas en las que dan ganas de seguir indagando, no tiene un ápice de reduccionista, ni quiere complacer a nadie. Mucho menos, ocultar o negar. Y es muy entretenida.
Contemporánea en el mejor sentido del término, Una oración sin Dios parece nacer desde la resistencia a seguir reproduciendo estereotipos. Quizá porque en esto consiste la existencia verdadera de muchos hijos de la emigración magrebí en Europa, aunque a un lado y a otro resulte bastante funcional continuar perpetuando un imaginario simplista, plano, que permite una toma de posición de una vez y para siempre.
Cada vida es singular. Así, la de Morad —su protagonista—, un veinteañero musulmán que ha crecido en Cataluña y quiere estudiar filosofía, aunque eso contradiga la voluntad de su madre, el primer y único amor de todo hijo en cualquier cultura, el molde eterno, el síntoma implacable de la deuda afectiva. La estructura dramática principal parece completarse con las apariciones de esa progenitora inmigrante, Farida, una rifeña fuerte que bien ha aprendido las dotes histriónicas de las madres de su entorno, y que sabe desde que nació cuál es el cometido de una mujer en el seno familiar: mandar obedeciendo.
En torno a estos dos personajes principales del libro de Ziali, aparecen hermanos y hermanas, cada uno respondiendo de maneras absolutamente diferentes a las exigencias tanto de la tradición familiar como de la vorágine aparentemente disfrutona de este presente europeo que se regodea en todos los consumos.
Se trata de un libro que nos ayudará a sacudirnos dogmas y un poco de pereza occidental
También se pasea por allí el padre callado, dedicado a sostener al hogar, cumpliendo sus funciones familiares y comunitarias con diligencia. Como se espera de todo verdadero ráyel (hombre y marido, en dariya), ya que la firme obediencia —al menos, en público— se erige como la principal virtud en los hijos varones de todas las edades a los que la sociedad (y, sobre todo, las madres y abuelas) les han permitido ya muchas travesuras.
Afortunadamente, las pinturas de los personajes tienen contornos precisos. Las imágenes de la vida de ese núcleo familiar amazigh (bereber), en el extramuros de Barcelona o en sus viajes a las montañas del Rif, resultan atractivas porque están bien escritas. Ziali nos considera adultos y no nos ahorra a los lectores los detalles cotidianos, algunos muy divertidos, que comparten las familias migrantes, ni las anécdotas imprescindibles acerca de todo el rico mundo sobrenatural que cohabita entre parientes y vecinos en África del Norte. El elenco de personajes secundarios también aparece dibujado con nitidez: entre ellos, los compañeros del instituto, el profesor paciente, el carnicero halal, el muecín de la mezquita y los niños de la escuela coránica que sí hablan el idioma del Libro.
En ningún caso, la autora utiliza ingredientes condensados (o pre-cocidos), porque se atreve a sacar el jugo a lo antropológico, posiblemente, tras sus años de estudios de filosofía y antropología, pero con la libertad y la verdad de una reflexión identitaria propia.
Para cuando nos relajamos, porque entramos con facilidad en ese territorio de lealtades y apariencias, creyendo que los conflictos adolescentes de Morad eran suficientes para sostener el arco dramático, Karima Ziali nos reserva un zamarreo súbito. Final. Funde a negro.
Sin duda, se trata de un libro que nos ayudará a sacudirnos dogmas y un poco de pereza occidental. Esa que nos conduce a tener una opinión, a partir de los titulares noticiosos, en casi todos los complejos asuntos culturales que nos atraviesan, desde el hiyab a la adopción de una lengua extranjera para escribir, pasando por el ayuno del Ramadán o nuestro pretendidamente salvador laicismo.
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