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Afganistán
Tribuna
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“Los amigos se convirtieron en extraños, todo se vino abajo”: la toma de poder de los talibanes en primera persona

Un estudiante de Periodismo afgano recuerda cómo vivió el retorno de los fundamentalistas y cómo el país que conocía desapareció en cuestión de horas

Control talibán en Kabul
Control talibán en una calle de Kabul, el 18 de agosto.SAMIULLAH POPAL (EFE)

En agosto de 2021 comencé unas prácticas de periodismo en una de las cadenas de televisión de la ciudad de Herat. Apenas habíamos empezado a trabajar cuando la ciudad, y luego el país, cayeron en manos de los talibanes. El Gobierno de Afganistán se derrumbó y la belleza de la ciudad y el aspecto de su gente cambiaron en un instante: rara vez se veía a una chica por la calle, los hombres ya no vestían como para ir a la oficina y casi todos empezaron a dejarse crecer la barba. Me pareció que hasta los minaretes de Herat estaban torcidos y deformes.

Poco después de que los talibanes tomaran el poder en Kabul, mi compañero de clase y yo nos dirigíamos a la cadena de televisión en moto. Ya habíamos hecho el trayecto muchas veces, pero aquel día era totalmente distinto. El camino parecía más largo de lo habitual y era como si hubiera una pesadez invisible en la ciudad, reflejo sin duda de lo que ocurría en el interior de sus habitantes. Antes de que los talibanes tomaran Herat, mi compañero y yo hablábamos mientras recorríamos este trayecto, pero ese día no intercambiamos una palabra. En cuanto pasamos los minaretes de la ciudad en dirección al cruce de Tank-e-Malawi, mi corazón empezó a acelerarse. “Los talibanes no tienen nada que decirte, eres un estudiante, no has hecho nada malo”, me repetía a mí mismo.

Vi a unos fundamentalistas con armas en las manos parados a un lado de la calle. Tenían el pelo largo y oscuro y sus ropas parecían manchadas de polvo y mugre. Estaban observando el tráfico. Uno de ellos levantó la mano para detener nuestra motocicleta. Estaba aterrorizado. En cuanto bajé de la moto, el talibán me registró y me pidió el carné de identidad. A mi cabeza vinieron las fotografías de los cuerpos ensangrentados y magullados de los reporteros de un periódico local, que habían sido detenidos por los talibanes en Kabul y golpeados hasta casi morir.

¿El periodismo es un crimen para los talibanes? Es una pregunta para la que no tengo respuesta todavía. En aquel momento, con los talibanes registrándonos, temí que mi compañero y yo fuéramos detenidos y golpeados solo por ser estudiantes de Periodismo. Para calmarme, me repetía a mí mismo que no era un delincuente: “Eres un estudiante y ya está. Calma, no eres una persona tan importante como para preocuparte”. Finalmente, el fundamentalista nos dijo que nos fuéramos. Después de conducir unos minutos en silencio, por fin llegamos a la puerta de la oficina.

En la pared, junto al timbre, había un papel con las palabras “Emirato Islámico” y la bandera de los talibanes. Debajo estaba escrito: “Esta oficina de televisión ha sido registrada por las fuerzas del Emirato Islámico, y ningún soldado tiene derecho a volver a registrarla sin permiso”. Tocamos el timbre y el guardia nos miró por la pequeña mirilla de la puerta. “¿Habéis vuelto?”, dijo mientras abría la puerta.

El edificio de varias plantas, habitualmente lleno de gente, parecía vacío. Entramos en la oficina y nos dimos cuenta de que las televisiones estaban apagadas. Había muchos colegas en la oficina, pero todos estaban ocupados con sus teléfonos. En cuanto el jefe de informativos nos vio, se volvió hacia los demás riendo y dijo: “¡Mirad a estos dos! ¡Han vuelto!”. Luego se dirigió a nosotros y preguntó: “¿No habéis ido a Kabul para coger un avión y abandonar el país?”.

De alguna manera, en nosotros aún vive la esperanza. Lo hemos perdido todo y, sin embargo, seguimos soñando.
Estudiante afgano

No le respondimos. No sabíamos qué decir. Ambos fuimos a nuestros asientos habituales y nos sentamos ante el ordenador. Cerca, los escritorios de nuestras dos compañeras estaban vacíos. Más tarde me puse en contacto con ellas. Me dijeron que les habían dicho que no vinieran. “El director de informativos dijo que los talibanes vinieron ayer a la oficina y ordenaron que las mujeres no pueden trabajar en televisión hasta nuevo aviso”, explicó.

La mesa del director de la cadena también estaba vacía. Había huido con otro de nuestros colegas a Kabul con la esperanza de tomar un vuelo de evacuación. Salvo estas pocas palabras que nos dirigieron al llegar, ese día en la oficina nadie nos prestó la más mínima atención. Todos estaban concentrados en escribir y enviar correos electrónicos a organizaciones extranjeras con la esperanza de ser evacuados. Nunca olvidaré la pesada atmósfera que reinaba. Costaba creerlo.

El ambiente amistoso y las bromas de unos días atrás se habían esfumado. Cambiaron tan rápidamente como la vestimenta de la gente en la calle. Era duro soportar ese cambio de 180 grados en la mayoría de las personas. Salimos de la oficina sin firmar la hoja de final de la jornada, como hacíamos antes, y volvimos a casa, de nuevo en silencio. Las calles estaban llenas de gente asustada y enfadada. La tensión se sentía en todas partes. Aquel día, cuando los talibanes tomaron el poder, no solo hicieron añicos el sistema político y las fuerzas de seguridad, sino también el tejido de Afganistán. Las relaciones se fracturaron. Los amigos se convirtieron en extraños, todo se vino abajo.

No sé cómo hemos soportado estos dos años oscuros. De alguna manera, en nosotros aún vive la esperanza. Lo hemos perdido todo y, sin embargo, seguimos soñando. Parafraseando al famoso poeta persa Hafez, hay que ser paciente con esta pena para que finalmente la noche se convierta en amanecer.

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