Cruzar la selva del Darién con un hermano con parálisis cerebral a hombros con la esperanza de darle una vida mejor
La llegada de venezolanos se multiplica a través del paso de Las Manos, en la frontera de Honduras, un bálsamo en su ruta hacia el norte. En lo que va de año, casi 500.000 personas han cruzado el espeso Tapón centroamericano, el doble que el anterior
Las chicas de la operadora Claro, vestidas con polos rojos y gorras de béisbol, son el primer rostro que ven los migrantes recién llegados a Honduras. Son las cinco y amanece en Las Manos, uno de los pasos fronterizos de este país con Nicaragua, el más directo para los que cubren la ruta centroamericana y el más activo desde principios de 2023. Cientos de migrantes se apean cada mañana de los autobuses en la carretera y recorren a pie un estrecho camino de tierra que asciende y serpentea. Los agentes de frontera nicaragüenses observan desde detrás de la verja, sin intervenir, ese desfile de cansancio y esperanza. Un último repecho, que se hace duro para niños, ancianos y mujeres cargadas con bultos, y ya están en Honduras. Pese a las adversidades, el país se les revelará como un bálsamo, un alto en el camino hacia Estados Unidos.
Cuando ellos pisan suelo hondureño, las chicas de Claro ya están ahí. Ofrecen tarjetas prepago de telefonía e internet a dos dólares. Los migrantes las necesitan para mantener informados a sus familiares. O para contactar el coyote (guía) que les abre paso en la distancia. Las compran a pie de los autobuses que, por cinco dólares, les llevarán al centro de migrantes, en una carretera en medio de la nada entre las poblaciones de Danlí y El Paraíso. Allí recibirán un salvoconducto que les permite transitar por Honduras durante cinco días para poner rumbo al norte: han de cruzar Guatemala y México antes de alcanzar su meta. Las autoridades no ponen pegas: nadie quiere quedarse en un país que, por la inseguridad y la falta de oportunidades, expulsa a muchos de sus ciudadanos al norte, todos a la caza del sueño americano aunque por ahora estén inmersos en la pesadilla del viaje, especialmente duro en zonas como la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá, donde se exponen a accidentes, robos y abusos sexuales.
En el Tapón del Darién estuvieron a punto de sucumbir a la desesperación, el dolor y la fatiga los Valdayo, una familia venezolana integrada por una madre, Odalys, y sus dos hijos: Alejandro, el mayor, de 30 años, que sufre parálisis cerebral; y Jesús, de 26, que ha cargado literalmente a su hermano sobre los hombros por la selva en una travesía extenuante. “La selva fue una odisea. El barro agotaba a Jesús, se hundía. No contábamos con la lluvia, que mojó la tela e hizo que pesara mucho más. Me decía: ‘Mamá, yo no puedo más. Tuvimos momentos de no saber qué hacer. Pedía perdón a Dios por haber expuesto mi vida y la de mis hijos. Pero lo conseguimos. Fue algo extraordinario, obra del Espíritu Santo”, explica Odalys.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) advirtió en septiembre de una oleada sin precedentes de personas que transitan por esta región. En lo que va de año, casi 500.000 personas han cruzado la espesa selva del Darién, el doble que el año anterior. Como los Valdayo, la mayoría son venezolanos, seguidos de lejos por ecuatorianos, haitianos y, en realidad, una representación generosa de todos los rincones pobres del planeta. Familias cubanas que dejan atrás una isla con una economía en coma y que avanzan con determinación por la frontera. Mujeres con hijos y hombres solos que han volado desde países de África y Asia hasta Brasil (sensible a los pasaportes del sur global), para recorrer, a pie y por carretera, Centroamérica. Son los que ahora están en el paso fronterizo de Las Manos, escenario de un mundo en movimiento.
Jazmie Ouchi es angoleña y tiene 38 años. Carga a la espalda una pesada mochila y no suelta de la mano a su hija, de cinco, con la que viaja. En lo que va de año, el número de migrantes africanos que llega a la frontera sur de Honduras ha crecido un 553%, según datos de la OIM. Jazmie ha tardado menos de un mes en llegar a Honduras desde Brasil. “En Angola la situación era muy complicada, creo que en Estados Unidos tendremos alguna oportunidad”, dice apresuradamente mientras hace cola para subir a uno de esos autobuses amarillos de escolares norteamericanos, reconvertido aquí en bus de línea. La mujer no tiene los cinco dólares del billete. Se queda parada, duda, hasta que un chaval que ronda por allí la anima a subir sin más y señala al cielo. Entran ella, la mochila y la hija. No hay espacio para nadie más.
A 500 metros del paso de Las Manos, un puesto de control de la policía hondureña detiene el vehículo en el que ha subido Jazmie. Han obligado a bajarse a dos personas: un chico venezolano y un hombre bangladesí que lleva a sus espaldas más kilómetros recorridos que Ulises tras la guerra de Troya. Creen que el chico es su coyote. Él lo niega: “Solo le estaba ayudando porque no habla español. Por favor, quiero progresar. Tomé riesgos, crucé la selva. Ayúdenme”, ruega. Los policías no van a dejarle marchar, pero, sobre todo, no van a resolver el asunto frente a testigos. Le quitan el teléfono móvil y el pasaporte y se lo llevan, en un coche particular, a la posta (comisaría). El agente Christian Ruiz, que luce un reloj de lujo y un ostentoso sello de oro, dice que el muchacho viajaba con moneda extranjera y que eso es un indicio de delito. Los abusos de las autoridades, denuncian las organizaciones humanitarias, son habituales en esta y otras fronteras de la ruta, sobre todo entre los que aquí llaman “migrantes VIP”: grupos de chinos o kazajos que se mueven con efectivo y que sufren sablazos de manera sistemática.
A los venezolanos, que no llevan un real encima y viven al día, les dejan avanzar sin problemas. Tras obtener el salvoconducto, unos duermen en tiendas de campaña en plazas y rotondas y otros recalan en un albergue de El Paraíso (frontera este de Honduras) gestionado por la Fundación Alivio del Sufrimiento. Es uno de los 30 proyectos que, por encargo directo del papa Francisco, ha impulsado en este país el sacerdote italiano Ferdinando Castriotti, un hombre alto y lenguaraz que entre otras cosas ha convertido la casa incautada a un narco local en un modesto hotel con restaurante: Piazza Italia. Castriotti reparte los platos de la cena en el albergue, donde la actividad es frenética. “Podemos acoger hasta 300 personas, y esta noche ya estamos llenos. Aquí tienen un espacio para descansar, con higiene personal y acceso a internet”, cuenta la coordinadora, Elida Vallecillo (50 años), mientras avanza por un pasillo entre niños que corretean y gritan. “Han recorrido áreas muy duras, y aún les quedan otras por recorrer. Es su historia de vida. Aquí tienen un descanso”, añade. La idea es que pasen una noche antes de poner rumbo al oeste, al puesto de Aguascalientes, ya en la frontera con Guatemala, un viaje de 18 horas que cuesta unos 50 euros por pasajero. Pero hay situaciones especiales. Como los Valdayo.
Un año preparando el viaje
En dos literas de una amplia habitación con paredes azul turquesa, la familia reposa. Odalys, Alejandro y Jesús se disponen a pasar su tercera noche en este refugio para cuerpos cansados, y no quieren seguir adelante hasta conseguir una silla de ruedas que facilite el traslado de Alejandro. Creen que han pasado lo peor (la selva del Darién) pero saben que aguardan otras etapas difíciles, como México. En su ciudad natal, Acarigua (400 kilómetros al oeste de Caracas) la situación se había vuelto insoportable. “Ya no nos alcanzaba para la alimentación ni para las medicinas del niño”, dice la madre sobre Alejandro, que también sufre frecuentes convulsiones por la epilepsia. Él es la razón de ser del periplo: la familia quiere mejorar su calidad de vida y, si es posible, someterle a una operación de columna porque “tiene una desviación muy fuerte”, añade Odalys. En su país, la mujer trabajaba en el Ministerio de Educación con un sueldo menguante y entre presiones políticas crecientes. “Me obligaban a ir a marchas del Gobierno, me decían que si no colaboraba en buscar votos me iban a excluir del trabajo…”. Sentado junto a ella en la cama, Jesús, que confía en trabajar en Estados Unidos como diseñador gráfico y programador, recuerda tiempos mejores. “Pasar de vivir dignamente, con comodidades, a no tener nada, es muy duro”.
La familia no abandonó Venezuela a la brava, sino que se preparó a conciencia. Durante un año, Jesús se ejercitó para ganar músculo y poder cargar a su hermano, que pesa 50 kilos. Ensayaron fórmulas para llevarle con el máximo confort para ambos. Vieron que la mejor era atarlo con una tela y cargarlo a la espalda y sobre los hombros, “como a un niño”. Los Valdayo también vieron documentales en Youtube para saber qué les esperaba en el camino. “Nos preparamos física y mentalmente. Aun así, a ratos no fue suficiente.
La electricidad se corta y el alboroto en la habitación se atenúa. La conversación continúa a la luz de la linterna de un teléfono móvil. Los Valdayo salieron de Venezuela el 4 de octubre. No escatiman detalles de un viaje que, en tres semanas, les ha conducido a este peldaño intermedio y relativamente confortable que es Honduras. Jesús recuerda con precisión cada paso dado y qué ocurrió cada día. En Colombia, la familia tomó una lancha para salvar el río hasta Acandí, en la frontera de Panamá y puerta de entrada al Darién. “A las 5.40 se organizó un culto cristiano. Oramos. Y nos pusimos a caminar”. Jesús luce unas espaldas formidables, pero el reto no solo es físico sino también mental. “Es un trayecto muy duro, sobre todo en la parte panameña, donde solo hay caminos embarrados. Todos nos decían que no lo conseguiríamos”. “¡El agua, el agua!”, dice Alejandro sentado en la otra litera, a propósito de las crecidas del río.
En el lado panameño, mientras vadeaban ríos, los Valdayo tuvieron un golpe de suerte: una mochila grande con una estructura metálica, como la que usan los padres que llevan a sus hijos a hacer trekking, apareció abandonada. Alejandro podría viajar ahora más cómodo. Estuvieron a salvo, además, del abuso de los cuerpos policiales y del asalto de los ladrones; en parte, creen, por la condición vulnerable del hermano mayor. Otros no tuvieron la misma suerte.
Asaltos y abandonos
Eduardo Narváez, de 28 años y Génesis Durán, de 34, viajan con tres hijos adolescentes. Es la primera noche en el albergue de esta pareja que salió de Venezuela para financiar el tratamiento médico que precisan sus madres, ambas enfermas del corazón. En el Darién y en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua les robaron parte de sus pertenencias. “Y aún queda México, que me tiene asustaíto”, cuenta Eduardo, que no pierde el humor ni, sobre todo, la fe, omnipresente en El Paraíso: “Somos los primogénitos de nuestras familias. Llegaremos en nombre de Dios”. Génesis es militar y confía en trabajar como vigilante de seguridad. Eduardo hace de todo (“sé soldar, soy barbero, cocinero, mecánico de carros, albañil…”) y estos días, en Honduras, vende chupetas para reunir dinero que les permita seguir adelante. No olvidan el horror de la selva, donde han visto emerger lo mejor y lo peor de la naturaleza humana: la solidaridad cuando se comparten alimentos escasos, pero también la muerte, como la de una anciana que pereció ahogada. No pudimos ayudarla, porque el río creció”.
La cara y la cruz de la humanidad en una ruta compartida. De eso también sabe algo Yesmin Salcedo, de 57 años, otra venezolana que salió hace dos meses de Maracaibo con un grupo numeroso de vecinos. Yesmin sufrió una mala caída en la selva. No se rompió ningún hueso, pero con el paso de los días el dolor se le hizo insoportable. Tenía que pararse a cada rato. Sus vecinos, que ella creía amigos, se hartaron de ella. “Me decían ‘dale o te quedas aquí, te vamos a botar”. Su fuerza de voluntad la llevó, cojeando, hasta la frontera de Las Manos, donde el grupo se desentendió de su suerte. “Me dejaron sola y no he vuelto a saber nada de ellos. Si a alguien de los míos le pasa algo así, yo me quedo con esa persona a batallar hasta el final. Estoy triste, decepcionada”, cuenta desde el patio con columnas de un asilo de ancianos de El Paraíso, una especie de domus romana impulsada también por Castriotti. Allí se recupera poco a poco. No sabe qué hacer. Si vuelve a Venezuela, confía en que la deporten (no se ve recorriendo el camino de vuelta por el Darién), pero ya no tiene nada porque vendió la casa “para sacar algo de dinero”. Si sigue adelante, no tiene claro que vaya a llegar: de momento, anda en silla de ruedas.
Tres semanas después del encuentro en el albergue, Jesús envía un mensaje de audio a través de WhatsApp. Los Valdayo acaban de llegar a Tecún Umán, en la frontera sur entre Guatemala y México. “Estamos bien. Estamos viendo cómo está la situación para ver si cruzamos y llegamos a Tapachula, donde está el refugio”. Adjunta una foto: es Alejandro. Hace el gesto de la victoria con los dedos. Está sentado en una silla de ruedas.
Este reportaje ha sido elaborado con el apoyo de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD, por sus siglas en inglés) y de Ayuda en Acción.
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