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El debate | ¿Las corridas de toros son cultura?

El Ministerio de Cultura, en manos de Sumar, ha suprimido este año el Premio Nacional de Tauromaquia por “tortura animal” y planea su eliminación definitiva. La decisión ha vuelto a enfrentar a partidarios y detractores de esta actividad

El diestro Morante de la Puebla da un pase con la muleta en la corrida celebrada el 27 de abril en la plaza de toros de Mérida.
El diestro Morante de la Puebla da un pase con la muleta en la corrida celebrada el 27 de abril en la plaza de toros de Mérida.Jero Morales (EFE)

Hace tiempo que las corridas de toros dejaron de ser consideradas expresión de la “fiesta nacional”, pero las leyes en vigor siguen protegiendo la tauromaquia como patrimonio cultural que debe ser preservado. El Ministerio de Cultura tiene las competencias sobre esta actividad. La entrada en vigor de la Ley de Bienestar Animal, el año pasado, supuso un punto de inflexión en la regulación del trato a los animales en España, aunque la norma excluye explícitamente la tauromaquia de su ámbito de aplicación.

Para el poeta Carlos Marzal, no hay lugar a dudas de que los toros son una disciplina artística y una forma elevada de cultura que merece protección. La escritora, editora y activista Ruth Toledano sitúa el debate en la defensa de la dignidad de los animales y promueve la Iniciativa Legislativa Popular para acabar con la tauromaquia como patrimonio cultural.

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Los toros son alta cultura

Carlos Marzal

La palabra cultura hay que manipularla con guantes, para que no nos estalle entre los dedos a las primeras de cambio. El vocabulario es un explosivo extremadamente volátil, y, a menudo, más que con la impunidad de los escritores, debería utilizarse con el cuidado de los artificieros. Algunas palabras, decía Vladímir Nabokov, habrían de escribirse siempre entre comillas: “realidad”, “verdad”, “libertad”. Pero lo cierto es que no tenemos tiempo para andar entrecomillándonos a cada instante, y decimos lo que decimos con una cierta ligereza sin pretensiones (al menos en mi caso), para conseguir manejarnos en el mundo.

En mi Diccionario privado del español urgente, tan discutible e incompleto como cualquier otro diccionario, cultura significa el conjunto de conocimientos, hábitos, saberes, artes de una sociedad, transmitidos como herencia “y encaminados a la preservación y disfrute de la vida humana”. Sin esa coda de utilitarismo gozoso, en mi opinión, los actos repetidos en el tiempo forman parte de las costumbres de una sociedad, pero no de su cultura. (La guerra constituye, desde ese punto de vista, una fea costumbre, pero no un acto cultural, por más que algunos utilicen la expresión “cultura de la guerra”.)

Entendida de este modo, la cultura representa, según creo, una suma incontable de hechos culturales, de actos ejecutados conforme a unas reglas que la tradición ha establecido en el tiempo, y que podemos someter a una jerarquía que aspira a la objetividad, sin conseguirlo. Es decir, entre los objetos, los actos, los hechos culturales hay una gradación de importancia, difícil de explicar, cambiante, y que aspira a establecerse conforme a un canon (al menos para los que creemos en la existencia de un canon, por difuso que sea en ocasiones).

Para mí son culturales, por ejemplo, una vasija de barro, la elaboración de una suculenta comida, una cirugía de apendicitis, la oración de un creyente, una sonata para piano, una pintura al óleo, un poema. Y una corrida de toros, que participa al mismo tiempo de la cultura y el arte.

Lo que yo encuentro en los toros, y que comparto con muchos aficionados, no aspira a convencer a nadie, a transformar a nadie, sino tan solo a explicarse. Además, tengo la certeza de que uno sólo se convence de aquello de lo que quiere convencerse. Sin embargo, la ética de la escritura como actividad privada debería conducir al menos al asentimiento de las razones y emociones ajenas, aunque no se compartan.

En primer lugar, los toros no se estilan ­­—ya sé que no se estilan, como cantaba María Dolores Pradera—; pero muchas de las cosas que no se estilan (como la propia literatura) constituyen mi manual de estilo. Me acuso de no amar sino muy vagamente una porción de cosas que encantan a la gente..., dijo un gran poeta, muy taurino, por cierto.

En este mundo cada vez más waltdisneyzado, cada vez más regido por urbanitas ansiosos de mascotas a las que domesticar, el universo del toro me aproxima al campo verdadero, al universo del animal salvaje. El toro de lidia —se ha repetido hasta la saciedad, creo que con razón— sólo existe por el empeño, cada vez menos rentable, de los ganaderos que lo crían: sin las fiestas de toros estarían condenados al zoológico o la desaparición.

En los toros alcanzo a vislumbrar, de manera vicaria, por la persona interpuesta del matador, una porción de la pulsión épica que muchos entendemos como una necesidad del ser humano. Alguien —digamos— tiene que escalar montañas, viajar a lugares remotos del planeta, explorar los confines del universo y ponerse delante de un toro furioso.

Lo que yo busco en las corridas de toros, por encima de cualquier otra cosa, es la emoción estética, como la busco en otras variedades del arte, un sacudimiento que me transmita a la vez una verdad profunda sobre la existencia. En una gran faena, como en cualquier gran obra de arte, la temporalidad se adormece y acierto a vislumbrar la voluntad humana de permanencia frente a la destrucción y la muerte. El vitalismo, la celebración de nuestro mundo, es lo que asoma siempre en una gran faena.

Por todo ello, no sólo considero los toros como cultura. Me parecen alta cultura.


La tauromaquia es tortura

Ruth Toledano

Se pongan como se pongan los taurinos, nos hagamos las preguntas —espurias— que nos hagamos, el rey está desnudo. No hace falta ser especialmente razonable o sensible para ver el sufrimiento de los toros, basta con mirar su cuerpo chorreando sangre, su boca babeante, sus mugidos de dolor, su afán por huir del recinto donde lo han encerrado. ¿Puede salir el toro de ese encierro? ¿Ha podido no entrar? No. Es un sótano de torturas al aire libre. Un sótano moral a plena luz del día. Una cloaca, también, del Estado que lo permite. Corrupción social.

Si la tauromaquia es o no cultura resulta irrelevante. Muchas expresiones culturales del pasado son hoy inaceptables, principalmente aquellas que han comportado violencia contra alguien, incluso contra algo. Si esas prácticas han sido o no del gusto de destacados artistas, resulta irrelevante también. Destacados artistas han sido y son sujetos de comportamientos abusivos y costumbres violentas, y no por ello el abuso y la violencia han dejado de serlo. Al contrario, la sociedad los ha ido reprobando porque esos comportamientos han sido pensados de manera crítica, denostados, combatidos, cancelados, prohibidos. La cultura de la violación, por ejemplo. ¿Es menos violación si la ha perpetrado un artista? ¿Es menos violencia de género porque en la obra de grandes clásicos hay raptos de mujeres? O la cultura de la guerra. ¿Son menos sus horrores porque los haya plasmado un gran artista? Que el arte represente y deje constancia de la perversidad no convalida que, en sentido estricto, un padre se coma a su hijo o se sirva en bandeja la cabeza de nadie.

Que haya poetas o pintores que se han inspirado en la tortura no la desnaturaliza como tal. En todo caso, cuestiona la empatía, la moral de esos artistas. O los ancla en un tiempo que ya no es, no ha de ser, el nuestro, como nunca fue el de una nutrida y notable tradición antitaurina, a pesar de que ha sido silenciada por el relato oficial de los intereses taurinos.

En cualquier caso, tauromaquia sólo sería cultura para una parte de la ecuación, la parte humana. Precisamente, la que ejerce la violencia. ¿Es cultural para los toros —y caballos— que son las víctimas de esa violencia? ¿Es cultural para un animal ser torturado hasta la muerte? La retórica abochorna. Lo que importa no es si torturar a un ser sintiente es cultura o deja de serlo, importa que no es ético, que es un acto moralmente reprobable, atendiendo a sus víctimas: los toros acuchillados en la plaza, y antes, en las dehesas donde los marcan a fuego, en los tentaderos donde calculan su resistencia al dolor, en los camiones a los que son empujados, en los corrales y toriles donde les inoculan el pánico para que salgan a la arena despavoridos, bravos de terror; y sus hijos, los becerros, en cualquier capea, en cualquier pueblo, entregados a los humanos para su tortura como divertimento. La tauromaquia no es solo la corrida, son también los festejos populares donde se maltrata vaquillas, se quema la cara de los toros embolados, se rompe el cuello de toros ensogados, se ahogan los toros que se lanzan al mar. La misma caverna moral.

La cuestión última no es si tales hechos gustan o no a un puñado de intelectuales, aunque repugne a una inmensa mayoría social; si se trata de un negocio deficitario y subvencionado, que lo es; cuánto tiempo lleva ejerciéndose una práctica de extrema crueldad. Es de índole ética. Y, por tanto, política: preferimos una sociedad que no sea cruel con los otros animales, basada en el respeto a los derechos básicos de los individuos, humanos y no humanos. El principal es el derecho a la vida y a no ser torturado. Tan simple como eso.

Debemos construir nuestra cultura según principios éticos. Fomentar la no violencia. Defender a las víctimas, no a los torturadores. Dar ese ejemplo a la infancia. No tratar de convencer de que el sadismo es arte, no educar en la cultura de la dominación y el sometimiento, sino transmitir una cultura de paz, colaboración, empatía, respeto al diferente. Con su decisión, esencial, de no premiar el maltrato animal el ministro Urtasun ha demostrado responsabilidad cultural y compromiso ético con la sociedad. Lo mismo debemos hacer firmando la ILP #NoEsMiCultura.


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