Pacientes privados, enfermos públicos
Si no estás muy enfermo, te atiende el seguro privado. Si estás enfermo en serio, vete a que te recoja papá Estado


Sí, yo también tenía un seguro médico privado –hasta que me enfermé.
Somos tontos. Somos rematadamente tontos; pelotudos, dirían en mi otro pueblo. Tenemos algo que casi todo el mundo envidia y estamos intentando destruirlo. No, claro que no es el sol; todavía no inventamos la tecnología necesaria para eso. Y además el sol lo tiene cualquiera; esto, nosotros y muy pocos más.
Yo no lo sabía. Cuando llegué a España por última vez, hace doce años, estaba preocupado: tenía que conseguir un seguro médico porque venía de la Argentina, un país donde la sanidad pública —que era excelente 60 años atrás— fue sistemáticamente destruida por diversos gobiernos liberales privatistas y ahora solo atiende a los pobres, esa mitad de la población que no puede pagarse otra cosa y que por eso, según la lógica actual, recibe una atención decididamente inferior —y vive menos.
Así que, aprensivo de mí, pijo de mí, enseguida me busqué un seguro. Tras tentativas fracasadas, alguien me dijo que la Asociación de la Prensa de Madrid tenía uno bueno; pensé que podría afiliarme y disfrutar de él. Cuándo al fin logré que me inscribieran —no fue fácil, no tengo diploma de periodista así que no debo serlo—, me mandaron a ver a un médico para contarle mi historia clínica y le hablé de mi stent y mis juanetes; dos días después me llamaron para decirme que no iban a aceptarme porque tenía “condiciones preexistentes”.
A los 60 años es difícil no haber preexistido aunque sea un poco. Monté ligeramente en cólera y alguien de la APM me organizó una cita con un gerente de la empresa que me negaba el seguro. El señor, muy atildado, muy amable, cuarentón en escritorio sin papeles, decidió explicarme la cuestión y fue muy claro: mire, aquí en España la medicina pública es muy buena, entonces nosotros para tener clientes tenemos que cobrar barato porque, si cobráramos más, todos se quedarían en la pública. Así que nuestras cuotas son bajas, pero entonces no podemos darnos el lujo de tener enfermos muy enfermos; si nuestros socios estuvieran enfermos no nos cerrarían las cuentas. La explicación me pareció intachable —sobre todo desde el punto de vista de las ratas de puerto.
En público, sus explicaciones suenan más presentables, más caritativas. Pero hay una cuenta simple e innegable: la pública, cuando te da cualquier servicio, no necesita ganar plata; la privada, sí. O sea que cada acto de la privada le cuesta al paciente, directa o indirectamente, más caro que el mismo acto en la pública, porque hay que sumarle la ganancia de los dueños, su razón de ser. Para contrarrestar esta evidencia inventaron aquel viejo mito de que la empresa privada hace las cosas mejor que la administración pública. A veces las hace, a veces no. En cualquier caso, el mito es bobo: ¿no confiamos en el Estado para sacarnos las amígdalas pero sí para manejar nuestros misiles, nuestras centrales atómicas y todo lo demás? El mito es bobo, y todavía más bobo cuando se refiere a la sanidad pública española, cuyo único gran problema es que las empresas privadas —y sus políticos más privados aún— quieren destruirla.
(Ahora argumentan que la sanidad privada cubre ese 30% que la pública no “alcanza” a cubrir. No alcanza porque las administraciones privatistas no le dan los presupuestos que necesitan. Sería fácil derivar los miles de millones que entregan a las empresas privadas hacia la mejora del servicio público y entonces esas privadas no tendrían siquiera la excusa de su supuesta necesidad.)
Aquel gerente, al fin, aceptó negociar: me harían un seguro que excluiría cualquier consecuencia de mi stent. Podría enfermarme un poco, pero no del corazón; no lo hice. Sí tuve problemas menores, algún huesito roto, el dolor de una hernia no muy grave hasta que, en 2021, empecé a sentir una debilidad inexplicada. Fui a mi hospital privado de referencia y me tuvieron muchos meses llevándome de aquí para allá sin entender o animarse a entender que tenía la famosa ELA. Hasta que al fin un día un doctor jovencito me dijo lo peor que me han dicho en mi vida y me dio una cita con un neurólogo en una clínica Quirón de los suburbios y este señor neurólogo rápidamente me transfirió a su consulta en un hospital público de la capital.
O sea: a la semana del diagnóstico de ELA, la sanidad privada dejó de atenderme, y durante estos tres o cuatro años la sanidad pública se ha ocupado de mí con un cuidado que nunca deja de maravillarme. Los privados, en cambio, desde ese día desaparecieron. Deben haber quedado muy satisfechos de poder aplicar una vez más su mecanismo habitual: si no estás muy enfermo, yo te atiendo; si estás enfermo en serio, vete a que te recoja papá Estado.
Lo quiero contar porque, por desgracia, es exactamente lo mismo que le pasó a la gran mayoría de mis compañeros de enfermedad: en cuanto cada uno de ellos fue diagnosticado de ELA, su seguro médico lo mandó a la Seguridad Social, y adiós muy buenas.
Y lo cuento como ejemplo de algo que todos sabemos aunque disimulemos: que la medicina privada española se deshace de ti cuando más la necesitas, que allí se acaba todo ese cuento de elegir. Ese debe ser el famoso concierto público-privado: el privado te cobra, el público te atiende. Y el problema se complica: ahora mismo varios gobiernos regionales están degradando la sanidad pública, con menos presupuesto y menos atención, para que estas empresas ocupen su lugar. Así quieren cargarse el mejor patrimonio —el mejor patrimonio— que tenemos los españoles: la certeza de que, cuando llegue la necesidad, seremos atendidos y cuidados: que todos seremos atendidos y cuidados. La sanidad pública solía ser el principal —si no el único— principio igualitario serio que teníamos: a la hora de la hora, el rico y el pobre entraban al mismo quirófano. Hay pocos vínculos que cohesionen una sociedad tanto como ese, y muy pocos países lo mantienen; no entiendo la indiferencia de millones ante la posibilidad de perderlo.
La cuestión es muy clara y, por una vez, es realmente política –no como los insultos y tonterías que suelen decirse esos señores y señoras para que no pensemos en asuntos como este. Digo, realmente política: cada partido hace su tarea. El partido de derechas trabaja sin descanso para aumentar las ganancias de las grandes empresas, que para eso están los partidos de derechas. Mientras tanto, se supone que el partido de centroizquierda defienda a los ciudadanos del abuso de esas grandes. Para eso están, pero no es seguro que siempre suceda. Y ese es el problema: con frecuencia, la derecha hace lo que debe hacer y no lo dice mientras la izquierda dice lo que debe decir y no lo hace.
Por eso, también, la despreocupación, este desinterés con que miramos cómo nos lo roban. Es brutal: no me gustan las grandes trompetas pero estoy convencido de que la subsistencia de la sanidad y la educación públicas —con todas sus consecuencias— será el tema más importante que nuestra sociedad enfrentará en los próximos años. Por eso, supongo, ya es momento de dejar de hacernos los tontos: quieren instalar una salud de primera para los ricos y una de segunda o tercera para los demás. Sería coherente: es lo que hacen con todo. ¿Seremos privados de nuestra sanidad? ¿O debo decir privatizados? ¿Nos privatizarán, nos privarán? Costó mucha lucha mantener estos espacios fuera del modelo capitalista despiadado; sería terrible que los dejáramos apoderarse también de eso –y creo que, por una vez, depende de nosotros. Nosotros, a veces, puede ser una palabra fuerte.
Hijos e hijas, nietos y nietas y demás entenados nos miran desde allá, 2050. Con las brumas del tiempo, no se alcanza a ver si sus caras son de agradecimiento o de desprecio.
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