Mazón: cómo dimitir después de un año sin dimitir
Cuanto más tarde el presidente valenciano en dejar el cargo, más austero debe ser su discurso, casi una salida en silencio

La pregunta no es si Carlos Mazón podría ahora dimitir, sino cómo hacerlo sin que el acto sea percibido como la última estación de un desgaste anunciado. En comunicación política, el problema de las dimisiones imposibles es menos jurídico que narrativo: cuando se ha resistido durante un año a una presión sostenida, el coste simbólico de ceder tarde —y en soledad— suele ser superior al de no ceder. La dimisión ya no sería una salida, sino una confirmación del relato adverso: “Aguantó hasta que no pudo más”. Por eso, si la dimisión se considerase inevitable o conveniente, el único vector que podría reconfigurar el sentido del gesto es la intervención externa y explícita del líder nacional del partido. Traducido: Feijóo lo pide; Mazón obedece y lo dice.
¿Por qué esa fórmula y no otra? Porque desplaza el marco. Sin ese anclaje, la dimisión se interpretaría como consecuencia directa de errores propios o de la erosión mediática; con ese anclaje, se traslada a un plano de disciplina estratégica: “Atiendo a la organización, antepongo el proyecto, facilito la estabilidad”. Un año de resistencia genera inercias cognitivas en la opinión general: el público ha aprendido a leer cualquier gesto de Mazón bajo el prisma del aguante. La intervención de Feijóo introduciría un nuevo patrón de lectura: la decisión deja de ser un acto individual tardío para convertirse en una decisión colegiada y ordenada.
Segundo, la secuencia temporal debería ser compacta. Nada de filtraciones de tres días, ni de goteos informativos que permitan a los adversarios ocupar el centro con hipótesis interesadas. En términos de operaciones, esto se resuelve en 48 horas: conversación Feijóo-Mazón verificable (mejor si es presencial), petición explícita, comunicado conjunto del partido, comparecencia de Mazón con declaración breve y, acto seguido, un calendario de transición igualmente claro. Si el proceso se dilatara, la oposición llenaría los huecos semánticos.
Tercero, el encaje interno debería estar resuelto antes de hablar. La dimisión que abre una guerra sucesoria multiplica el ruido que decía evitar. Si hay relevo, debe ser conocido y asumido por las estructuras territoriales; si hay interinidad, con competencias bien delimitadas y un horizonte de congreso o investidura definido. La narrativa “me voy para que esto funcione mejor” exige que el día siguiente parezca un día mejor organizado.
Ahora bien, este cómo dimitir solo se entiende si explicamos antes el por qué no de todo el año anterior. Un dirigente no aguanta 12 meses de erosión a pulmón vacío. Necesita un motivo vertebrador que ordene su conducta y que, además, sea comunicable a públicos diversos. En este caso, el argumento de fondo ha sido la autoatribuida condición de garante de la reconstrucción y la normalidad. Mazón se situó como último responsable de restablecer la vida cotidiana de miles de familias afectadas y de sostener la gobernabilidad en un ciclo de incertidumbre. Ese encuadre cumple varias funciones simultáneas. Internamente, justifica la resistencia personal y externamente, persuade a parte del electorado de que la permanencia no es capricho ni apego al cargo, sino continuidad de servicio.
¿Y qué debería decir Mazón? Muy poco. La tentación del descargo y la autojustificación es alta tras un año de desgaste, pero la regla es inversa: cuanto más tarde se produce la dimisión, más austero debe ser el discurso, casi una salida en silencio. Ahora la pieza complementaria sería la de Feijóo. Si la dimisión descansara en su petición, él debería asumir públicamente la autoría política del movimiento y colocarla en un marco estratégico mayor: orden, foco en la gestión, preparación de un nuevo ciclo. En términos de liderazgo, ese mensaje cumple una doble función: protege a Mazón de la imagen de derrota y refuerza la idea de que el partido toma decisiones duras cuando es necesario.
Hay un elemento de psicología colectiva que conviene no subestimar. Cuando un dirigente ha resistido un ciclo tan prolongado de demanda de dimisión, la ciudadanía instala una suerte de descuento sobre cualquier gesto posterior. El escepticismo es la línea de base; ninguna explicación sería suficiente. Por eso, en estos casos, la persuasión no se logra con retórica, sino con arquitectura: secuencias limpias, actores claros, tiempos breves, y evidencia rápida de que el sistema funciona mejor así. El ciudadano no necesita que le expliquen por qué; necesita comprobar para qué: para poder pasar página, aliviar la presión del luto y mirar hacia adelante. Con Mazón fuera de la Generalitat, los valencianos y las valencianas podrían superar el 29 de octubre de 2024.
En definitiva: ¿es posible dimitir después de un año sin dimitir? Sí, pero cuesta pensar que después de tanto tiempo, se hiciera en clave individual. La única forma de restituir sentido a la decisión sería insertarla en una lógica superior de proyecto. Como decíamos: Feijóo lo pide, Mazón lo asume y lo hace. No porque lo diga un adversario, ni un tertuliano, ni una tendencia en redes, ni siquiera una manifestación multitudinaria; sino porque así lo requiere —se argumentaría— la estabilidad de la Comunidad Valenciana y la coherencia del partido. En comunicación política, la diferencia entre derrota y responsabilidad rara vez está en el titular; casi siempre está en quién controla la escenografía y el tiempo. Aquí, como en casi todo, el cómo es el mensaje.
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