La infancia es el último refugio para sanar nuestras sociedades polarizadas
Detener el crecimiento del estrés infantil, especialmente en sociedades con altos índices de criminalidad, es una política para la que puede haber amplísimos consensos

Hay una escena de la película brasileña Ciudad de Dios (2002) que se me ha quedado grabada para siempre. Zé Pequeno y su banda acorralan a un grupo de niños abandonados para darles una lección, pues acaban de robarle comida a un tendero de la favela. Dos de los niños, de no más de cinco y siete años, no logran escapar y el líder de la banda les pregunta si prefieren que les dispare en las manos o los pies como castigo. Los niños, aterrorizados, responden mostrando sus manitas y Zé Pequeno les dispara en los pies. Acto seguido, le pide a Filete, de no más de 12 años, que remate a uno de ellos en una suerte de rito de iniciación. Filete acaba disparando al más mayor, mientras el pequeño huye cojeando y llorando entre las risas de Zé Pequeno y su banda.
Esta escena, tan brutal como simbólica, vuelve a mi mente estos días en los que las violencias sobre la infancia nos interpelan con fuerza. Pienso en la desaparición, tortura y asesinato de cuatro menores afroecuatorianos de Guayaquil, presuntamente a manos de miembros del Ejército ecuatoriano, cuyos cuerpos descuartizados y calcinados fueron hallados cerca de la base militar de Taula la víspera del Año Nuevo. Pienso en los más de 18.000 niños que han fallecido en Gaza desde el inicio del conflicto entre Israel y Hamás en octubre de 2023 y los alrededor de 22.500 niños que han sufrido lesiones graves, según cifras recogidas por France 24. Pienso en los millones de niñas afganas que están viendo sus vidas truncadas por las leyes y políticas de apartheid de género del régimen talibán.
Nada tiene de nuevo hablar de las violencias contra los niños y su perpetuación cíclica cuando se hacen adultos y se vuelven ellos mismos perpetradores, como sugiere la escena de Ciudad de Dios y demuestran cada vez más estudios neurocientíficos. Lo que me gustaría plantear aquí es el potencial consenso que podría generarse en torno a la necesidad de acabar con estas violencias. En un contexto de creciente polarización ideológica respecto del lugar y la condición de otros colectivos percibidos históricamente como vulnerables, como las mujeres, proteger los derechos y el bienestar de los niños es algo que quizá todos podamos defender. Es cierto que existen distintos factores que pueden influir sobre la intensidad con la que se percibe y cuán extraordinario se considera el sufrimiento infantil en distintas sociedades y culturas. Pero hay algo en la imagen o la simple evocación de un niño herido o muerto que parece conmovernos de manera universal. Muchas religiones y creencias animistas reconocen en los niños una mayor cercanía o conexión con lo divino o trascendente, lo que quizá explica, junto a factores biológicos, nuestra tendencia a protegerlos.
Desgraciadamente, esta potencial mayor empatía hacia la infancia, de orden biológico y antropológico, no ha impedido que a lo largo de la historia se hayan cometido y se sigan cometiendo abusos contra los niños, tanto físicos como psicológicos y emocionales. Romper esta espiral y asegurar sociedades más saludables es el objetivo del grupo de investigación que han creado las mexicanas Julieta Rodríguez de Ita y Fabiola Castorena en el Instituto Tecnológico de Monterrey. Estas investigadoras subrayan la urgencia de reducir las experiencias adversas en la infancia temprana. En una entrevista, explican que el estrés tóxico (respuesta psicológica anormal y prolongada ante situaciones adversas graves, frecuentes o crónicas) y el trauma infantil no solo están asociados con un mayor riesgo de enfermedades psiquiátricas y comportamientos violentos, sino también con patologías físicas como el cáncer, problemas cardiovasculares, artritis y desórdenes autoinmunes en la vida adulta.
Detener esta dinámica exige centrar las políticas públicas en la infancia. En sociedades que emergen de conflictos, esto implica, entre otras cosas, garantizar rápidamente infraestructuras que permitan a los niños aprender y jugar en un entorno seguro y armonioso. En contextos con altos índices de criminalidad, además de ofrecer estas infraestructuras, es crucial acompañar a los niños en su transición a la adolescencia y de ahí a la edad adulta, brindándoles actividades y oportunidades reales fuera de las redes criminales. En todas las sociedades, supone invertir más en la educación preescolar y primaria, entendiendo que en esta etapa se forjan las habilidades esenciales para el aprendizaje, la adaptación al entorno y la adquisición de conocimientos a lo largo de toda la vida.
No hace falta evocar las declaraciones de grandes líderes sobre el lugar primordial de la infancia para entender que el futuro de la humanidad está íntimamente ligado al presente de quienes ahora son niños. Sin desmerecer los numerosos esfuerzos que distintos actores ya realizan en este sentido, es urgente considerar la protección del bienestar y los derechos de la infancia como el último refugio o el punto de partida, según cómo se mire, desde el cual reconstruir un propósito y un sentido comunes al interior de nuestras sociedades polarizadas y en todo el mundo. Es el camino más seguro hacia la paz y la cohesión social.
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