El peligro de la barra libre contra la religión
La libertad de expresión no ampara las ofensas a muchos colectivos sociales. ¿Por qué debe hacerlo cuando se trata de las religiones?
Legislar sobre sentimientos es muy complicado, fundamentalmente porque la misma subjetividad hace que no haya dos sentimientos iguales. Además, los sentimientos son cambiantes tanto a nivel individual como colectivo. Al final es legislar sobre arenas movedizas. Lo ideal sería que las leyes, es decir las reglas de convivencia de una sociedad, giraran en torno a elementos objetivos y perfectamente cuantificables para todos, pero resulta que el mundo real es más complejo y está compuesto de otros factores que hay que tener en cuenta. La cuestión, por tanto, se basa en encontrar la justa proporción entre lo objetivo y lo subjetivo. El sentimiento y la emoción existen y por puro realismo deben ser tenidos en cuenta en la política, pero no deberían adoptar un papel preponderante. En las sociedades que se deslizan hacia lo sentimental, el exceso emocional plasmado en la ley termina barriendo a la convivencia.
De modo que, sin recurrir a otras cuestiones vitales en una democracia como la libertad de expresión, ya solo desde esta premisa parecería lógico dar la bienvenida a la eliminación del delito contra los sentimientos religiosos recogido en el Código Penal. Porque a lo intransferiblemente subjetivo de cualquier sentimiento se une que profesar una religión implica una experiencia íntima y una concepción particular de la realidad misma. Y eso es un elemento muy difícil de medir. Establecer si una expresión o un acto atentan contra esa combinación es algo de casi imposible discernimiento en numerosas ocasiones.
Sin embargo, muchos ciudadanos que profesamos una religión tenemos la percepción de que la medida que se propone llevar adelante el Gobierno, lejos de facilitar la convivencia, va a contribuir a empeorarla. Es decir, que incluso aunque no lo pretenda esta reforma legal va a ir contra el espíritu de lo que debería ser una ley en democracia, que no es otro que establecer unas reglas justas de convivencia y respeto. Es la línea en la que se han manifestado los representantes de las principales confesiones religiosas presentes en España —incluyendo judíos y musulmanes—, quienes el pasado diciembre recordaron que la protección de la libertad religiosa es precisamente garantía de la plena libertad de expresión, y que algo que atenta contra ella son las bromas hirientes, los estereotipos o la ridiculización. A partir de la reforma, estas podrán practicarse contra la religión al amparo de la libertad de expresión.
Una de las características de la democracia es la igualdad de reglas del juego para todos y la plena aceptación de estas por la inmensa mayoría —la unanimidad es imposible— de ciudadanos. Y es necesario recordar que no solo las minorías deben ser protegidas por la ley, sino todos los ciudadanos. Esa es precisamente la obligación del gobernante, quien debería recordar siempre que se debe a todos. Resulta paradójico que los criterios establecidos para proteger a determinados colectivos no vayan a servir ahora para proteger a otros. Mientras la ridiculización, las bromas hirientes y la utilización en público de estereotipos denigrantes para muchos colectivos —según su orientación sexual, origen geográfico o raza, por ejemplo— son condenadas sin reservas desde el Ejecutivo —y en determinados casos, castigadas por la ley bajo la denominación de delito de odio— resulta incomprensible que el mismo Ejecutivo pretenda colocarlas bajo la denominación de libertad de expresión —es decir, de una de las libertades fundamentales de cualquier democracia— cuando se trata de otros colectivos. En resumen: es el colectivo objeto de la burla el factor que determinará si hay un delito o se trata del ejercicio de un derecho. Podríamos recurrir al chiste y preguntar qué sucede cuando se mezclan características.
Conviene subrayar que esta medida no afecta igual a todas “las religiones”, así en plural. El catolicismo representa a la gran mayoría de los ciudadanos que se verán afectados respecto a otras denominaciones cristianas como las entidades evangélicas, o las iglesias ortodoxas, entre otras. Nadie en España (afortunadamente y todavía) ridiculiza a los reformados episcopales o la Iglesia sirio-ortodoxa. Es el catolicismo el objeto principal de la burla. Además, el cristianismo —es decir todas las denominaciones anteriores y otras más que no se han citado— ni siquiera tiene prefijos o sufijos que lo protejan en el discurso público. No tiene el “anti” de antisemita si se ataca al judaísmo, ni el “fobia” de islamofobia, cuando sucede con el islam.
Por mucho que se empeñen los profesionales del “y tú más”, la religión no es ideología. El cristianismo (vale igual para el islam y qué decir del judaísmo) existe mucho antes de la concepción de izquierda, derecha, progresismo, conservadurismo y todos los ismos que dominan la discusión política del siglo XXI. Reírse de la religión no es progresista, ni defenderla es algo de fachas. El artículo que se pretende derogar sería completamente innecesario si todos nos condujéramos con algo tan básico como es el respeto. Pero no es el caso. Mucho se va a tener que esforzar el Gobierno para explicar a millones de ciudadanos sobre los que tiene obligaciones que no va a haber barra libre para que sean ridiculizados en público y en ocasiones en los medios públicos que sufragan con sus impuestos.
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