La visión aspiracional de los EE UU de Trump
Lo primero que hay que hacer para comprender cualquier movimiento político es tomarse en serio el origen de su popularidad
Cuando Donald Trump resultó elegido por primera vez, los mismos politólogos que habían dicho insistentemente que nunca podría ganar unas elecciones presidenciales se apresuraron a coincidir en la interpretación de su éxito: era un populista autoritario que dividía a los votantes entre los estadounidenses “de verdad” y todos los demás y prometía poner a los primeros al mando y marginar (o, según los más alarmistas, meter en campos de internamiento) a los segundos. De acuerdo con esta interpretación, había dos cosas intrínsecamente unidas: el talento y la capacidad demagógica de Trump para movilizar a la opinión popular en contra de las normas y los valores de una clase dirigente que inspiraba una gran desconfianza y su habilidad para aliarse con un electorado predominantemente blanco y mayor que había perdido posición social, tenía miedo al futuro y se proponía a resistirse al cambio como fuera.
Fue un grave error analítico, que impidió entender lo que se ha estado gestando en Estados Unidos desde hace 10 años. Porque, a pesar de todas las predicciones de que Trump nunca podría ganar, no solo consiguió una victoria por los pelos en 2016, sino que en 2024 venció de forma más contundente y se llevó el voto popular.
Trump hizo algo en lo que se supone que son expertos los académicos: reconocer que la interpretación popular de un concepto —en este caso, el populismo—, en realidad, está formada por dos elementos divisibles desde un punto de vista lógico. En su encarnación más reciente, Trump sigue teniendo el mismo desdén por las normas tradicionales y la fe populista en la libre prerrogativa de la mayoría. Pero también ha dejado más claro que su visión política abarca a simpatizantes de todos los grupos étnicos y religiosos y ha sabido cortejarlos astutamente con una visión aspiracional de Estados Unidos.
El lado transgresor de Trump ha quedado en evidencia ya el primer día de su segundo mandato. Insultó a su predecesor con una falta de decoro nada convencional durante el discurso de investidura y con su brutalidad habitual en las declaraciones posteriores. Explicó sus planes de acción y sus órdenes ejecutivas con mucho más detalle que otros presidentes recientes. Presagió la crisis constitucional que se avecina al anunciar que desplegaría el ejército en la frontera sur. Y dio un gran corte de mangas al derecho internacional al insinuar que quizá ocupe el Canal de Panamá.
Aunque “populismo” es un término del que se abusa y que muchas veces se utiliza mal, es el concepto que mejor permite comprender las decisiones de Trump: él cree que es la voz legítima del pueblo y, por consiguiente, su actuación no debe estar sometida a ninguna restricción artificial, ni por parte de normas no escritas ni de los límites explícitos que enmarcan los poderes de un presidente.
Pero también hemos podido ver la segunda faceta de Trump, que se suele pasar por alto. Se mostró encantado de que su victoria se deba en gran parte a que es cada vez más popular entre los hispanos, los estadounidenses de origen asiático y los afroamericanos y les agradeció expresamente su apoyo. Incluso invocó a Martin Luther King Jr. y prometió hacer realidad su sueño. Aunque en otras ocasiones —y en parte por sus propias razones estratégicas― David Duke (que presidió el Ku Klux Klan) apoyó a Trump, esta vez no creo que le gustara mucho el discurso de investidura.
En general, las órdenes ejecutivas que Trump anunció en su segunda toma de posesión están hechas a la medida de ese programa. La promesa de restaurar el orden en las ciudades tendrá eco entre los segmentos más pobres y diversos de su electorado, que son las principales víctimas de la delincuencia urbana. La promesa de restablecer la libertad de expresión es muy popular entre los votantes sin estudios superiores, que tienen la sensación de que las élites utilizan a su antojo contra ellos unos códigos morales y lingüísticos arbitrarios. Incluso la promesa de “perforar, perforar” también es muy popular entre los votantes que piensan más en cómo hacer realidad su sueño americano en unos cuantos años que en contener la amenaza climática en las próximas décadas.
De hecho, lo más sorprendente de la visión de Trump es que, a pesar de sus lamentos desmedidos sobre la ruinosa situación de Estados Unidos, es profundamente aspiracional. Su canto a la no discriminación por el color de la piel y a la meritocracia cala en muchos votantes hispanos y de origen asiático que sienten que forman parte de la cultura general estadounidense con mucha más solidez de lo que dan a entender las invocaciones demócratas a la equívoca categoría de “gente de color”. Y su promesa de plantar la bandera estadounidense en Marte evoca la ambición colectiva y la grandeza de la carrera espacial de los años sesenta.
Durante la última década, la creencia general ha sido que Trump ha encontrado su hueco político entre “los perdedores de la globalización”. En las memorables palabras de Arlie Hochschild, que ha escrito la versión más sofisticada de esta teoría, sus votantes se sentían atrapados haciendo cola en una larga fila que no se movía, mientras otras personas que no deberían estar allí —sobre todo mujeres y minorías étnicas— se la saltaban.
Ese era y probablemente sigue siendo el principal atractivo de Trump para una parte de su electorado. Pero otra parte —igual de importante— tiene una visión muy diferente de Estados Unidos. Esos votantes, procedentes de grupos que en algún momento se vieron desterrados a los márgenes de la sociedad estadounidense o que han inmigrado hace poco, no quieren volver a un pasado teóricamente dorado. Por el contrario, ven el futuro con optimismo y acogen los valores del espíritu emprendedor precisamente porque creen que todo su esfuerzo está empezando a dar frutos. No se ven en ninguna cola larga e inmóvil para llegar a un destino que ambicionan, sino que, con razón o sin ella, creen que tendrían las puertas abiertas de par en par si los guardianes —por ejemplo, los periodistas, los demócratas, unas clases dirigentes egoístas y aferradas a normas obsoletas— no hubieran decidido cerrarles cruelmente el paso.
Hay serios motivos para estar preocupados por esta versión del populismo. Las democracias necesitan reglas y normas. Cuando desaparece la separación de poderes, a continuación suelen aparecer las malas políticas y las crisis constitucionales más peligrosas. Y, dado que el populismo de Trump ha conseguido el apoyo genuino de un sector mucho más amplio de la población del que pensaba la mayoría de los observadores hasta hace poco, hay muchas más probabilidades de que en esta ocasión consiga transformar la cultura política del país.
Ahora bien, lo primero que hay que hacer para comprender cualquier movimiento político es tomarse en serio el origen de su popularidad. Trump ha construido un tipo de populismo que atrae a muchos y hace grandes promesas de futuro. Por utilizar un término académico, podríamos decir que es un populismo aspiracional y multiétnico. Ahí residen el poder, las posibilidades y los peligros del segundo mandato de Trump.
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