El olfato de Trump
El presidente de EE UU ha convencido a muchos ciudadanos de que el origen de sus problemas radica en que las élites demócratas (y las del antiguo Partido Republicano) tenían mayor compromiso con el orden liberal internacional que con las necesidades de su propia nación
En un libro sobre la quiebra de las democracias, Nancy Bermeo defiende que la involución autoritaria se produce en mayor medida por un cambio en las élites que en la opinión pública. Aunque no hay por qué ser fatalista y pensar que la segunda llegada de Donald Trump al poder suponga el final de la democracia norteamericana, el argumento puede no obstante aplicarse al caso presente. En términos electorales, la victoria de Donald Trump se produjo por un margen muy estrecho, de tan solo 1,5 puntos de ventaja para los republicanos. Eso no es un mandato indiscutible. Pero el limitado desplazamiento electoral hacia la derecha se ha traducido en un cambio de consecuencias imprevisibles gracias a que una parte importante del establishment económico y mediático ha dado el paso de apoyar explícitamente el proyecto trumpista. Unos por convicción, otros por cálculo, eso da igual ahora.
En 2016 no había aún un proyecto articulado. Trump era un amateur, no contaba con equipos sólidos y sus ideas no pasaban del eslogan. Mucho han cambiado las cosas desde entonces. Este lunes, en su toma de posesión, hubo un plan bastante exhaustivo, con medidas muy diversas, que van de la búsqueda de la suficiencia energética, por delante de consideraciones ecológicas, a la deportación masiva de inmigrantes, el refuerzo de las fronteras y el proteccionismo comercial. Sobre política exterior, sin embargo, fue menos explícito.
Hay un denominador común en muchas de estas propuestas, condensado en el “America first” o en el “Make America Great Again”. ¿Por qué un planteamiento nacionalista tan simplista ha tenido una recepción tan positiva en la sociedad norteamericana? A mi juicio, porque muchos ciudadanos lo entienden como un cambio de dirección en las lealtades de las élites políticas del país. En Estados Unidos, como en otros países ricos, la gran mayoría de la población considera que sus hijos vivirán peor que ellos. Trump ha convencido a muchos de esos ciudadanos de que el origen del problema radica en que las élites demócratas (y las del antiguo Partido Republicano) tenían un compromiso más sólido con el orden liberal internacional que querían crear en el planeta tras el colapso del comunismo que con las necesidades de su propia nación. El establishment, según este planteamiento, se había desentendido de dichas necesidades y hablaba un lenguaje que era ajeno al ciudadano medio, al ciudadano sin mucha información y con poco interés por la política al que le preocupa la decadencia de su país y el ascenso de China.
Trump se presenta como el político más capacitado para cubrir esa sima entre la ciudadanía y el sistema político. Y lo hace apelando a un nacionalismo primario en el que él constituye la encarnación de los valores norteamericanos frente a la sofisticación de los políticos de Washington que hablan de globalización y se interesan más por Ucrania que por las zonas deprimidas en el interior de su país.
Trump tiene olfato. Ha sabido capitalizar el malestar social y persuadir a la ciudadanía de que hay una solución, que pasa por entregarse a la exaltación y protección de la comunidad nacional. Incluso si el experimento fracasa en cuatro años, como supongo que sucederá, el cambio de enfoque es demasiado profundo como para que se pueda volver a la era pre-Trump.
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