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Columna
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Las tres paradojas de Sánchez

Cuanto más asediado se sienta el líder socialista, más razones tendrá para seguir en el cargo

Pedro Sánchez habla con María Jesús Montero durante el primer acto por el 50º aniversario de la muerte de Franco, este miércoles en Madrid.
Pedro Sánchez habla con María Jesús Montero durante el primer acto por el 50º aniversario de la muerte de Franco, este miércoles en Madrid.JUANJO MARTIN (EFE)
Diego S. Garrocho

Cuando Pedro Sánchez optó legítimamente por ser el primer presidente en nuestra historia democrática que gobernaría sin ser la fuerza política más votada, inauguró un escenario que ha sumido al país en una excepción permanente. La debilidad parlamentaria del PSOE ha llevado al partido a sacrificar algunos compromisos centrales y una parte considerable de su capital ideológico. Al mismo tiempo, esta coyuntura ha hecho que la continuidad del presidente se asiente sobre tres condiciones paradójicas que lo convierten en un rival difícil de combatir.

La primera paradoja es su falta de popularidad. En los últimos días, se han publicado varias encuestas que evidencian el declive electoral de la coalición de Gobierno. También existen pruebas suficientes para concluir que Sánchez no es un presidente especialmente valorado por los españoles. La falta de afecto social, lejos de constituir una debilidad, es una de las razones principales por las que no convocará elecciones. Cuanto más improbable sea una victoria del PSOE, menores serán las posibilidades de que el presidente disuelva las Cortes.

La segunda paradoja está vinculada a los casos de presunta corrupción que rodean a su antiguo hombre de confianza, José Luis Ábalos, o a su círculo más cercano. Mientras Sánchez mantenga intereses personales en controlar la Fiscalía General del Estado —un control del que él mismo presumió en noviembre de 2019—, importará poco que no pueda legislar. Sánchez fue explícito a este respecto al declarar en septiembre de 2024: “Gobernaré con o sin el apoyo del poder legislativo”. Cuanto más asediado se sienta el líder socialista, más razones tendrá para aferrarse al cargo.

La tercera paradoja atañe a su poder territorial. El desmantelamiento regional del PSOE no debilita, sino que refuerza el poder monopolístico del presidente. Ya sólo Moncloa y Ferraz tienen capacidad para dispensar incentivos y castigos, por lo que todo el poder se administra de forma centralizada. Que no exista otro contrapeso interno robusto que García-Page, único presidente autonómico con mayoría absoluta, no es casualidad. Sánchez necesita territorios débiles y, con su estrategia de situar a ministros en el ámbito autonómico, incluso en contra de su voluntad, como en el caso de María Jesús Montero, no prioriza ganar elecciones: únicamente aspira a consolidar su control interno. Desafortunadamente, cuando llegue la factura de esta aventura, que será carísima para España y para el PSOE, acabarán pagándola las clases populares.

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