Los buenos y los chulos
Lo que nos define hoy no son tanto los malos sentimientos como la necesidad de expresar el desprecio públicamente
Si el CIS, un suponer, realizara una encuesta en la que preguntara a los ciudadanos en qué grupo humano se situaría por sistema, si en el de los ofensores o en el de los ofendidos, el grupo de los segundos ganaría por goleada. Es probable que el problema fuera de la pregunta, como suele, pero no todo cabe achacárselo a maniobras tezanescas en la oscuridad, la realidad es que las personas tendemos a creer que la maldad está siempre al otro lado. Por eso sorprende cuando un tipo como Mauro Entrialgo, artista que procede del underground, donde la moral es más laxa, haya publicado un libro, Malismo, en el que se dibuja un panorama, el actual, en el que ser malo sale a cuenta. Me conmovió que el propio Entrialgo reconociera en una entrevista sus coqueteos con la chulería cuando era adolescente. Al fin alguien se atreve a decir que las personas no estamos hechas de un material noble y que en ocasiones hacemos daño. Lo pensaba al hilo de la corriente de burla que recibió Lalachus por presentar las campanadas. ¿Era solo gordofobia como se dijo? En absoluto, se trataba del rechazo a alguien que por no ser de tu bando merece cualquier tipo de insulto y sabido es que la descalificación por el físico es la que persigue dejarnos desarmados y en ridículo. Por suerte no fue así. Los que hoy agreden son aquellos que están desesperados por volver a esos tiempos idílicos en los que se consideraba que el insulto denigrante era un desahogo legítimo. La chulería está de moda, pero también es cierto que en los discursos progresistas hay a veces una sobreactuación por sacudirse una culpa antigua y más común de lo que parece: señores que dan lecciones de feminismo en público y en privado aplauden las machistadas de sus colegas; señoras que en privado confiesan una obsesión por la delgadez y en público lideran la lucha contra la gordofobia; gays que piensan que su condición les libra del pecado de la misoginia. En suma, personas que se sitúan en el lado de los buenos más por protegerse al calor del grupo que por pura ética.
Tal vez lo más sensato sea admitir que lo que nos define en estos tiempos no son tanto los malos o los buenos sentimientos, allá cada cual con sus entrañas, como sí la necesidad de expresar la burla o el desprecio públicamente. Ése es el salto, ahí donde se ha perdido el decoro, y sin duda son los políticos quienes han abierto la veda para arremeter contra quien tenemos por adversario, hasta el punto de linchar a una chica que sobre todo se define por transmitir una alegría contagiosa.
Esta sociedad vociferante debería reaprender a discernir entre lo que nos asalta como un pensamiento grosero de aquello que por hacerse público ensucia la convivencia. Esto me trae a la memoria aquel tiempo en el que colaboré con la Biblioteca Nacional. Inaugurábamos en 2021 una exposición dedicada a la inconmensurable Pardo Bazán, dirigida por la historiadora Isabel Burdiel, que lo sabe todo sobre Doña Emilia. Burdiel, una de esas personas tan cultas como humildes que jamás imponen su presencia, trataba de explicarnos la vida de la intelectual. A un lado, caminaba Carmen Calvo, de verbo inagotable, al otro, una reina Letizia que se traía, como suele, bien aprendida la lección. A cierta distancia nos seguía Feijóo, entonces presidente de la Xunta, poco o nada interesado en la genialidad de su insigne paisana. Cuando la visita acabó, nos colocamos en círculo para la despedida. Yo le pedí a Ana Santos, entonces directora de la BNE, que nos presentara a la diseñadora para felicitarla y así hizo. Era una joven, muy en la onda de Lalachus, pero en tímido. Feijóo comentó entonces en voz baja, “no me extraña que la pusieran para diseñar lo de la Pardo Bazán”. El comentario fue tan extraño que tanto la directora como yo lo rumiamos en silencio. Lo preocupante fue que considerara tan graciosa su ocurrencia que no pudiera reprimir sus ansias de compartirla en un acto público.
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