El tiempo de la desconfianza
La razón ha sido reemplazada por la emoción como herramienta para juzgar lo que pasa; la sensación de no saber qué es la realidad común lleva una década ocurriendo, pero comenzó antes
Circula por las carreteras secundarias de internet un video donde seis o siete presidentes franceses del último medio siglo hacen su alocución de fin de año ante las cámaras de la televisión nacional, y todos dicen en algún momento las mismas palabras: “Fue un año difícil”. No me consta que todos lo hayan dicho con el mismo grado de honestidad o de convicción, o si cada uno de ellos fue por lo menos un poco hipócrita; pero la política en un mundo ideal debería ser el oficio diario de hacer que la gente sufra menos, o, en otras palabras, que la vida sea más fácil para quienes la tienen más difícil, y eso pasa —me dije lleno del idealismo del año que comienza— por el reconocimiento de la dificultad. Y, sin embargo, a medida que avanzaba el video, pasando de Mitterrand a Chirac y de Sarkozy a Macron, me percaté de estar teniendo la impresión, alarmista o justa, de que mi confianza en esas palabras sencillas iba disminuyendo, o de que disminuía mi confianza en la figura pública que las pronunciaba. En otras palabras: a cada una de esas cabezas parlantes le creí menos que a la anterior. ¿Por qué?
No se trata simplemente de que vivimos tiempos desastrados en los que ha dejado de ser posible la pequeña ficción optimista de antes: que el año próximo será mejor. La pose pesimista es tan frívola como el síndrome de Pollyanna, pero es innegable que algo se ha roto en nuestro tiempo y nos ha marcado la cara con una mueca de permanente escepticismo. ¿Pero de qué se trata? ¿Y cuándo ocurrió la ruptura? Es verdad que en los últimos años hemos asistido a una transformación radical de nuestra relación con la realidad, pero no todo el mundo la siente de la misma forma; y el concepto de posverdad, que irrumpió en nuestros intentos por explicar el mundo en 2016, es ya para muchos un lugar común, un cliché de columnas de opinión. Nos hemos acostumbrado incluso a lo que esa novedad explicaba: la manera en que la razón ha sido reemplazada por la emoción como herramienta para juzgar lo que pasa. Uno recuerda casi con nostalgia la idea de “hechos alternativos” que presentó una funcionaria trumpista para defender lo que en el mundo de los demás parecía ser simplemente una mentira. No estaba citando sin querer a Nietzsche (para quien los hechos no existen, solo las interpretaciones); estaba repitiendo más bien lo que dijo Alexander Dugin, el ideólogo de Putin: que la verdad es cuestión de fe.
Esta relación inestable con la verdad, la sensación de no saber qué es la realidad común, lleva una década ocurriendo, pero sería un error creer que hace una década comenzó todo. Los que nos preocupamos más de lo saludable por estos asuntos recordamos un artículo del año 2004: Ron Suskind, periodista del New York Times, contaba allí su iluminadora conversación con un funcionario importante del gobierno de George W. Bush, y, aunque no daba el nombre del funcionario, se ha aceptado que se trataba de Karl Rove, uno de los más cínicos de esa administración de cínicos. Rove o quien fuera se estaba permitiendo una crítica de los periodistas como Suskind, esa gente que vive convencida de que “las soluciones emergen del estudio juicioso de la realidad discernible”. El mundo ya no funcionaba así, explicó Rove o quien fuera. “Nosotros ahora somos un imperio”, dijo. “Y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. Aquel funcionario anónimo no hubiera podido imaginar la forma en que las nuevas tecnologías, que por entonces apenas comenzaban a nacer, se iban a convertir en los mejores artífices de ese anhelo. La diferencia, claro, es que ese imperio decadente que es Estados Unidos ya no tiene ni siquiera que crear una realidad: le basta con repetir una mentira, la que sea, y sabe que cuenta con la credulidad del rebaño.
De manera que el asunto viene de lejos, y haríamos bien en recordar que nuestro momento oscuro no sucedió de la noche a la mañana. Se ha estado produciendo lentamente, incubándose como una enfermedad, con nuestra complicidad o indiferencia. Si yo tuviera que señalar un rasgo de nuestro tiempo, uno entre todos, que ha producido más que los otros la situación difícil en que nos encontramos, intentaría descubrir el momento en que los ciudadanos perdimos la confianza: la confianza en nuestros gobiernos, en nuestras autoridades, en nuestros medios de comunicación, en lo que llamamos con ligereza las elites, en nosotros mismos. No hay nada más catastrófico para una sociedad abierta que el rompimiento de la confianza entre sus integrantes, y allí estamos nosotros ahora. Lo vemos por todas partes: en los pequeños narcisismos tribales que nos separan y nos polarizan, en la ligereza con la que juzgamos al otro, en la triste credulidad con que le abrimos los brazos a cualquier explicación sobre nuestros males que involucre a un chivo expiatorio, pero, en cambio, vemos en los hechos comprobados —la ciencia, por ejemplo— una conspiración de illuminati que se reúnen en las sombras con el único objetivo de robarnos nuestra libertad.
¿Cuándo comenzó esto? Tampoco la mentalidad que desconfía del conocimiento, o a la que le resulta rentable hacerlo, es algo novedoso. Yo recuerdo (la memoria es una maldición) una reacción impagable de Mariano Rajoy, cabeza del Partido Popular en 2007, cuando se habló por esa época de los 14 expertos que el Gobierno del Partido Socialista había convocado para consultarlos sobre, entre otros temas álgidos, el calentamiento global, las armas nucleares y los efectos de la globalización. “Nosotros no necesitamos eminencias”, dijo para la eternidad Rajoy: “Tenemos principios y valores”. Ya nadie recuerda esa anécdota, pero ahora, con la perspectiva de los años, podemos distinguir en esas actitudes risibles algo mucho más serio: la guerra que cierta manera de entender la política empezaba a declararles a las fuentes de autoridad, fueran las que fueran. Al año siguiente estalló por los aires la confianza ya mellada que tenían los ciudadanos en sus gobiernos, y asistimos todos al hundimiento de las economías y al posterior rescate de los irresponsables con el dinero de las vidas destrozadas: y no es imposible que allí, con la crisis económica del 2008, haya surgido también una crisis de confianza que luego fue arrasando con todo a su paso.
Sí: tal vez entonces se sembró lo que ahora recogemos. Pero luego la ponzoña de la desconfianza ha tomado otros caminos, más insidiosos e impredecibles. La victoria de lo que hemos dado en llamar posverdad es inconcebible sin la campaña de desprestigio de los medios que han llevado a cabo los nuevos populismos; durante la pandemia no nos ayudó la circunstancia brutal de que los ciudadanos no confiaban en sus gobiernos, que mentían e improvisaban y exageraban, y de que los gobiernos no confiaban en los ciudadanos, que desobedecían, hacían trampas pueriles y se entregaban a las teorías de la conspiración más imbéciles. Son muchos los ejemplos de este deterioro de la confianza; pero es que son muchos años ya que los diversos agentes del desorden han invertido en minarla, porque saben que una ciudadanía desorientada es más fácil de manipular. Nos han convencido de que la libertad es poner una bomba en el zócalo de las instituciones y las autoridades de nuestra vida pública, y les hemos creído. Pero quizás —pienso ahora, en este año que todavía está fresco— no sea tarde para recuperar la clarividencia.
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