Puigdemont, el emérito y Mazón
En este presente exhibicionista que vivimos, todo hay que hacerlo para exhibirlo en Instagram, pero la vieja humorista que late en mí se deleita a sí misma paladeando sus bromas en soledad
La única vez en mi vida que he hablado con el rey emérito fue a principios de siglo. Del XXI, se entiende. Era de cuando yo iba a eventos y tenía una columna en la que la gente quería salir. Alguien me lo presentó y me dejó a solas con él. Nunca he sabido cómo comportarme ante señores con poder, así que como no se me ocurría qué decir le pregunté si era verdad que los Reyes eran nuestros padres. No me dijo ni que sí ni que no. Creo que ni me vio, porque yo estaba muy por debajo de la altura de mujer que, como es de todas sabido, es del gusto del exmonarca. No entraba en su campo de visión, por decirlo finamente. Esta bobísima anécdota viene a mi memoria cada víspera de Reyes y me reafirma en la idea de que el humor más inconmensurable es el que se hace para consumo propio. Con el aplauso es fácil, ya no te digo si te tocan el bombo, pero el verdadero desafío para una humorista es hacer una payasada sin testigos. Luego vas y se lo cuentas a tus seres queridos y ellos te creen porque saben que lo que más te gusta en esta vida es paladear la travesura. En este presente exhibicionista que vivimos todo hay que hacerlo para exhibirlo en Instagram, pero la vieja humorista que late en mí se deleita a sí misma paladeando su broma en soledad, igual que el gato se lleva al ratón a un escondite para jugar con él antes de zampárselo.
Corría septiembre de 2021 cuando me brindé una broma a mí misma en el vuelo de Alghero (Cerdeña) a Roma. Volvíamos de un festival literario y nos sentamos en una fila de tres: a mi derecha, un señor mirando por la ventanilla, en el centro, servidora, y a mi izquierda, un marido. Los tres con mascarilla. De pronto, el señor se vuelve hacia mí para responder al saludo y yo me quedo petrificada. Ahí tengo, a escasos centímetros, esa melena yeyé que tantos sobresaltos nos ha proporcionado. Miro a mi marido y muevo mucho los labios para que me los lea, pero no me entiende. Tomo entonces un boli y escribo en la página del libro que tiene abierto y que siempre es el Quijote en los viajes: ¡Puigdemont! Un Puigdemont que se ha quedado escrito ahí para la eternidad en el capítulo de los Galeotes. Resulta que el mismo tipo que ha sido detenido la noche anterior en Cerdeña y puesto esta mañana en libertad vuela ahora con nosotros no sé a dónde. Si el avión se estrella, a ver quién se lleva la necrológica más larga. A partir de ese momento, nos quedamos en silencio, aunque a punto estoy de decir, “¿qué, una escapadita?”. Mi marido hace como que lee y yo trato de no dormirme, no vaya a ser que la cabeza me caiga sobre el hombro del hombre de Waterloo y algún desaprensivo me haga una foto. Cuando llegamos a Roma, el hombre no se levanta, prosigue su viaje hasta Bruselas. Antes de marcharme le digo, “pues nada, que tenga usted suerte”. No hay ninguna intención política en mi frase, solo el vicio de atesorar una anécdota para mis futuras memorias. El caso es que cuando ya de vuelta en casa vemos el telediario, Puigdemont, ante la prensa, declara que no todos los españoles son iguales, porque esta misma mañana una señora cualquiera le ha deseado suerte.
En víspera de Reyes paseo por mi Valencia querida en calidad de señora cualquiera tratando de entablar ese tipo de conversaciones triviales donde lo chocante brota de pronto. Esperando en la panadería o tomando un café saco a relucir, como de pasada, lo de la celebérrima factura del Ventorro. Todo por escuchar cómo un pueblo respira ante este misterio. Que Ventorro y suspense vayan de la mano es ya en sí un milagro del costumbrismo español. La gente tiene mil teorías en torno a la factura fantasma: la mayoría, muy onda Fernando Esteso, otras, negando que exista tal factura, algunas, afirmando que se encubre a un tercero. El presidente bicéfalo ha conseguido que haya turistas haciéndose fotos en la puerta de este templo del misterio y la gastronomía.
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