Álvaro Pombo, embrollos de conciencia
Los líos en los que se enredan las conciencias de los personajes de este escritor único recorren su última novela, que revela una vez más “la inacabable llanura de la insignificancia y la nada”
Cada escritor es distinto de los demás, pero el más radicalmente distinto de todos es Álvaro Pombo. Recorre los caminos menos trillados, anda atareado en lo suyo, es excéntrico, parece desligado del presente. Se ocupa de Dios, por ejemplo, cuando a nadie le interesa Dios o Dios se ha vuelto anticuado y tiene “algo de caduco, de envejecido”. Así lo veía Jean-Paul Sartre en una conversación con Simone de Beauvoir de 1974 por la que se ha interesado Juan Cabrera, el personaje principal de El exclaustrado (Anagrama), la última novela de Pombo. Anda leyendo a Sartre, El ser y la nada, y lo hace justo cuando ya nadie repara en Sartre, que igual tiene también algo de caduco, de envejecido.
Da exactamente igual. La escritura de Álvaro Pombo puede con todo y se mueve con la mayor naturalidad por los territorios más abruptos. Le interesa seriamente hablar de Dios, le interesa volver a Sartre, no tiene el menor reparo en darle el protagonismo a un caballero que tiene ahora 72 años y que a los 50 dejó de un día para otro de ser monje, rompió la estricta observancia de la regla de san Benito y salió al mundo, se exclaustró. Podía haberse mezclado entonces con los demás y abrirse al desorden caprichoso de las cosas, pero lo que le ocurrió a Juan Cabrera es que volvió a enclaustrarse, solo que esta vez en un piso de Moncloa, en Madrid, y se dedicó a escribir. Lo dice en las primeras líneas: “Como Mallarmé, Cabrera está seguro de que todo existe para convertirse en libro”. Y se embarcó en la tarea.
El estilo de Pombo tiene el empaque de la alta literatura, los temas que aborda son serios y graves e importantes, va a penetrar en las celdas oscuras del alma, a explorar sus recovecos. Recorrer las páginas de El exclaustrado es como entrar en una catedral, con todo lo que eso tiene de solemne, pero de pronto en cualquier frase se desliza una palabra como “guay” (por ejemplo) y uno cae en lo más cercano, y aquella solemnidad se agrieta y por todas partes entra el humor, y entra la vida, y aparece un tugurio donde unas muchachas bonitas buscan sacarse unas perras, o al Juan Cabrera enclaustrado lo visita un sobrino y le derrumba sus rutinas, o regresa su pasado y aparece un turbio profesor de Derecho.
Cuatro personajes, y en un instante Pombo ya te ha arrastrado al embrollo de vivir, pero sin abandonar ni un solo instante a Sartre, ni a Dios, ni a la filosofía, ni a la religión; ni siquiera se olvida de las grandes preguntas. “Es aterrador observar cómo una conciencia persigue a otra en una habitación cerrada”, escribe en algún momento. Y lo que se comprende al cabo es que en el embrollo de vivir está metido hasta el tuétano el embrollo de la conciencia. O, por decirlo de otra manera, están metidas esas palabras con que nos decimos, nos explicamos, nos proyectamos, nos clavamos en la Tierra para no dar demasiados bandazos, para agarrarnos de alguna manera. Y luego están los otros. Pombo apunta que “el conocimiento de nosotros mismos pasa por el conocimiento que los demás tienen de nosotros”. Y dice: “No tenemos un acceso privilegiado a nuestra conciencia o a nuestras experiencias. Y se podría decir que ni siquiera existen, si llegaran a ser estrictamente privadas”. Es lo que hay. Y la literatura de Pombo lo cuenta para que podamos asimilar con una media sonrisa (y con cierta benevolencia por nosotros mismos) esa “inacabable llanura de la insignificancia y la nada”. A Pombo le acaban de conceder el Cervantes. Enhorabuena, maestro.
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