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CÓDIGO ABIERTO
Columna
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Cosas que no podemos saber

Es posible que nuestro cerebro no esté capacitado para descubrir la teoría del todo con la que sueñan los físicos teóricos

'Immanuel Kant' (1768), por Johann Gottlieb Becker.
'Immanuel Kant' (1768), por Johann Gottlieb Becker.
Javier Sampedro

Aprendí hace años que, según Kant, toda la filosofía cabe en cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el ser humano? Hasta entonces yo creía que las tres cuestiones fundamentales eran otras ―qué somos, de dónde venimos, adónde vamos— pero luego resultó que eso era un cuadro de Gauguin que, para empezar, no está muy claro qué tiene que ver con su título, y que encima pintó cuando estaba enfermo, arruinado, deprimido por la muerte de su hija y afectado por una otitis y un infarto. Así no hay manera de hacer filosofía. Luego aprendí cuestiones más engorrosas aún, como ¿por qué el mundo es comprensible? (Einstein) y ¿por qué hay algo en lugar de nada? (Leibniz). Los grandes pensadores se dedican sobre todo a hacer preguntas. Luego, que las respuestas las encuentre Rita.

Si Rita es pragmática, elegirá las preguntas que tenga posibilidad de responder y dejará aparcadas las demás. Eso es justo lo que hace la ciencia. Tomemos la primera pregunta de Kant: ¿Qué puedo saber? Ya empezamos filosóficamente mal, porque la respuesta depende de cuándo formules la pregunta. El origen del universo no era una cuestión científica en tiempos de Galileo, pero empezó a serlo hace un siglo. Cómo las redes neuronales generan la mente no era una pregunta científica en tiempos de Cajal, pero ahora sí lo es, y en parte gracias al propio Cajal. El avance del conocimiento genera nuevos entornos que condicionan gravemente la respuesta a la primera pregunta de Kant.

Pero hay otra forma de abordar esa cuestión, una que tal vez esté más cerca del significado original que le dio el filósofo de Königsberg. En una de las secuencias iniciales de su serie de vídeos The elegant universe (el universo elegante), el físico Brian Greene intenta explicar a su perro las ecuaciones de la relatividad general de Einstein. El perro no entiende nada, como es lógico. Su mente no da para ello. Del mismo modo, sigue el argumento de Greene, es posible que nuestro cerebro no esté capacitado para descubrir la teoría del todo con la que sueñan los físicos teóricos. Quizá es una de esas cosas que no podemos saber, en la clasificación de Kant.

Este es un punto de vista perturbador, al menos para mí y para ti, lectora, puesto que has llegado a este párrafo y eso quiere decir que tienes una mente inquisitiva. ¿Podemos aceptar que hay cosas que no podemos llegar a saber, que hay ámbitos de la realidad que nos están vedados por nuestra propia torpeza de especie? ¿Podemos aceptar eso de una forma tan generosa, tan desinteresada, tan humilde? ¿Acaso somos generosos, desinteresados, humildes?

¿Y en qué consiste esa torpeza exactamente? Podemos suponer, por ejemplo, que los engranajes de nuestra mente solo nos dan acceso a una parte de la realidad, o solo a unos pocos procesos que siguen cierta lógica, o a las pocas preguntas que nuestro chapucero cráneo es capaz de concebir. Pero esto no está nada claro. Nuestro cerebro no evolucionó en un escenario cuántico donde una cosa puede estar en dos sitios a la vez, pero ha sido capaz de descubrir ese mundo en las escalas subatómicas, de formularlo y de ponerlo a su servicio. Los procesos cuánticos siguen cierta lógica, pero no es nuestra lógica, y sin embargo hemos sido capaces de manejarlos. Supongo que esta capacidad para gestionar situaciones extrañas, insólitas, nunca antes vistas, es esa inteligencia general que persiguen los ingenieros de la computación, de momento con poco optimismo.

¿Ves lo que te dije? Me he gastado la columna en la primera pregunta de Kant y no hemos llegado a parte alguna. Por eso la mejor pregunta es la cuarta: ¿Qué es el ser humano? Ésta sí es una pregunta científica.

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