Que quienes lo han perdido todo con la dana puedan conservar sus recuerdos
Las pertenencias personales, y muy especialmente las fotografías, siguen siendo memoria e identidad, historia de la propia vida
La magnitud del horror y la tragedia de la dana que ha asolado Valencia es inconmensurable, y no hay palabras suficientes que puedan describirla y dar cuenta de ella sin sentir que no se hace justicia a quienes siguen padeciendo sus consecuencias. En primer lugar, y a años luz de lo demás, están las pérdidas humanas, inauditas y sin precedentes en un suceso de estas características en nuestro país; en segundo lugar, están los profundos daños materiales que han sufrido negocios y viviendas, infraestructuras y servicios, cuya devastación está haciendo que la vida de miles de personas sea difícil y dolorosa durante un tiempo imposible de calcular, pero que será muy prolongado y del que no habremos de olvidarnos.
En medio de la catástrofe se enciende una pequeña luz, un destello de esperanza aparentemente nimio y menor, pero que es, en realidad, enorme e importante: la iniciativa puesta en marcha por la Universitat de València, mi universidad, a través del Vicerrectorado de Cultura y Sociedad para recoger fotografías y álbumes familiares afectados por el agua con la finalidad de restaurarlos y de devolverlos a las familias que tantas cosas han perdido. La posibilidad de rehabilitar esa foto estropeada, ese recuerdo íntimo anegado, no sustituye la falta de lo que aún sigue siendo básico, pero el gesto es mucho más que eso: es sensibilidad y empatía; es saber que ver desaparecer la dimensión material de la propia memoria también duele, y que duele, además, mucho. Lo vimos entre las imágenes de la desesperación que se emitieron los días posteriores a la catástrofe en los reportajes televisivos cuando una vecina rompía a llorar al señalar —en la puerta de su casa y junto a todos sus enseres acumulados e inservibles— una fotografía llena de barro de sus hijos. “No puedo, no puedo, son mis niños”, decía tocando la fotografía. “Ya no tengo nada”.
Gracias a investigaciones relacionadas con el denominado giro material de los estudios culturales sabemos que los objetos personales y emocionales, vinculados a la historia individual y familiar, son esenciales. Especialmente fructíferas han sido las investigaciones sobre el periodo de la dictadura franquista que, si bien se han centrado en un contexto afortunadamente muy distinto del actual, ofrecen conclusiones extrapolables. Se trata de trabajos que nos han enseñado cómo en la transmisión de la memoria familiar —en ese caso, en un escenario de muerte y violencia en el que el recuerdo institucional de los vencidos era imposible—, los objetos proporcionaban un pequeño alivio. En la pérdida de los seres queridos, conservar alguna pertenencia del fallecido o, por supuesto, poseer una fotografía permitían afrontar algo mejor la vida.
Pienso en la etnografía que realizaron las antropólogas María José García Hernandorena e Isabel Gadea Peiró sobre la fosa 100 del cementerio valenciano de Paterna, una de las más simbólicas de la represión dictatorial, y la voz que dieron a una viuda a través de su bisnieta. Su recuerdo nos cuenta cómo su bisabuela dormía cada noche con las cartas de su marido bajo la almohada, con lo que encontraba un mínimo consuelo en esos pliegos de papel que la acompañaban. Pienso, también, en la investigación de la norteamericana Francie Cate-Arries sobre los represaliados en la sierra de Cádiz y en el relato de una nieta que recuerda a su abuela colocando una flor blanca ante la fotografía de su abuelo, fusilado al inicio de la guerra.
Nuestro contexto es otro, pero las pertenencias personales, y muy especialmente las fotografías, siguen siendo memoria e identidad, recuerdo e historia de la propia vida. Son también objetos que se pueden tocar y sentir: por eso, las fotos se enmarcan y se cuidan; por eso, de entre los miles de imágenes digitales que generamos cotidianamente con nuestros móviles terminamos imprimiendo las más destacadas, porque queremos que nos acompañen cada día. Por eso hay veces que las imágenes se llevan en la cartera, porque tenerlas cerca en cada momento produce tranquilidad y sosiego, compañía y certeza de quiénes son los nuestros.
Sé que, entre tanta desolación y carencias que todavía son de primera necesidad, las prioridades son otras. En algunos casos, se sigue tratando literalmente de sobrevivir, y en todos de reconstruir casi de cero lo deshecho. Pero hay que agradecer muchísimo a mi universidad que, junto a una gestión institucional de la catástrofe que ha sido en todo momento magnífica, previsora y eficaz, y junto a muchos otros recursos que ha ofrecido a la ciudadanía, haya tenido también en cuenta esas imágenes y fotografías únicas perdidas entre el lodo. Hay que agradecer que haya tenido la suficiente sensibilidad de saber que los recuerdos familiares y personales también importan; que se haya prestado a ayudar para que quienes lo han perdido todo no pierdan también entre el fango la materialidad de su memoria.
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