Las acusaciones anónimas son el síntoma de un fracaso
No hay que alentar a las mujeres a acudir a las redes sociales en lugar de a los juzgados, sino eliminar los obstáculos para que lo hagan
El caso Errejón muestra despiadadamente todas sus aristas, reabre viejos debates pendientes y evidencia algunos fracasos. Entre estos últimos, uno de los que más impacto tiene apunta a la pertinencia o perversión de las acusaciones anónimas en redes sociales, una muestra más de que algo está fallando; en este caso, los mecanismos que ya existen para que las mujeres puedan denunciar. Es conocido que los obstáculos son muchos: miedo a no ser creída, presión social en contra, estigmatización, un sistema hostil, etc. Tanto que, según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer, sólo el 8% de las mujeres que han sufrido violencia de género acuden a una comisaría a denunciar. Es imprescindible conocer en profundidad estas barreras y conseguir levantarlas, así como indagar si las cifras de condenas por delitos sexuales son acordes a la realidad. Los datos de 2022 y 2023 muestran que llegan a los tribunales menos de 20.000 denuncias al año, de las que apenas una quinta parte, 4.000, tienen sentencias condenatorias, y el 60% de ellas son inferiores a dos años de prisión. Urge, por tanto, evaluar la eficacia de las medidas y políticas públicas que se han puesto en marcha contra la violencia de género, incluidas las referentes a canales de denuncia y su respuesta por parte de los tribunales. Para esto es fundamental empezar por contar con datos suficientes, por lo que sorprende que la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer sólo se realice cada cinco años, un plazo que se convierte en una eternidad cuando lo que está amenazado son los cuerpos y las vidas de las mujeres.
Así y todo, aunque existieran estos datos y la Administración revisara sus errores y carencias, con esto no sería suficiente. Sabemos que la lucha contra la violencia de género ha de ser tarea del conjunto de la sociedad y debe permear a todos sus rincones. Como tristemente se está poniendo de manifiesto estos días, uno de los actores más importantes, los partidos políticos, no son ejemplo a seguir en esta materia. La ley de paridad aprobada recientemente les obliga a poner en marcha un plan de igualdad y un protocolo antiacoso, pero pocos disponen aún de ello. Previamente a la entrada en vigor de dicha ley, tampoco tenían previstas estas acciones en sus estructuras, y otros mecanismos como los canales de denuncias generalistas ni destacan por su eficacia ni contemplan específicamente los casos de acoso y violencia machista. Hoy hay que celebrar que sea algo obligatorio que los partidos dispongan de planes de igualdad y protocolos antiacoso, y sería deseable que la polémica de estos días les instara a reaccionar con celeridad y la máxima exigencia.
Por otro lado, en España todas las empresas, sean del tamaño que sean, tienen la obligación de arbitrar procedimientos específicos para la prevención del acoso sexual, así como protocolos para gestionar las denuncias o reclamaciones que puedan formular quienes hayan sido víctimas de estas conductas machistas. Si no se evalúa y se hace seguimiento, con personas responsables del mismo, se convierten en burocracia, en un informe o impreso más que presentar ante la Administración, pero muy lejos de cumplir la función con la que nació.
Cualquier organización, grande o pequeña, debería tener hoy protocolos de prevención, detección y gestión de los casos de acoso y violencia machista. Y todas ellas deberían evaluar periódicamente su funcionamiento para detectar las carencias, diagnosticar los problemas que preexisten y poder solventarlos. ¿Por qué iban las mujeres a acudir a un mensaje anónimo en una red social si encontraran los cauces adecuados que les dieran garantías?
Como esto no es así, aparecen iniciativas que recogen acusaciones —que no denuncias— anónimas, no exentas de polémica. Se suele aludir a estos mecanismos como forma de situar en el debate público una realidad que no siempre llega a las comisarías ni a los juzgados. Sin embargo, esa visibilidad se suele obtener generalmente tan sólo cuando el supuesto agresor es un personaje conocido, de relevancia pública, que por unos u otros mecanismos es identificado como tal. No ocurre así cuando el aludido es alguien anónimo, en cuyo caso es difícil que genere ninguna reacción. Podría pensarse que, no obstante, esas plataformas podrían servir para dar a conocer, mediante relatos personales, esta realidad opacada y a menudo en penumbra que es la del acoso, las agresiones y la violencia de género. Si así fuera, lo que harían estas acusaciones anónimas sería situar no tanto la antesala de una denuncia o de un escándalo social, sino una imagen a modo de fotografía social de la violencia machista, una suerte de testimonio colectivo que desvelara una realidad escondida. Esto, que en ocasiones y con una metodología definida se utiliza en investigación en ciencias sociales, en sí mismo sería de un enorme valor, pero obligaría a garantizar el anonimato tanto de quien acusa como de quien es acusado, garantizando que ni iniciales, ni datos personales como su empleo son desvelados.
El debate adquiere mayor importancia si, como han ido argumentando distintas juristas en los últimos días, las acusaciones anónimas pueden ser un coladero de acusaciones falsas, algunas incluso con la perversa intención de mostrar que, en efecto, existen falsas acusaciones; un precio demasiado caro si se asume el descrédito que puede generar para todo el movimiento feminista y para quienes luchan a diario contra la violencia machista. ¿Qué pasaría si un líder de la extrema derecha colara una acusación falsa para demostrar que, en efecto, existen las falsas acusaciones?
Así las cosas, existe el riesgo de que se cree un clima que aliente a las mujeres a enviar acusaciones anónimas a estos espacios en lugar de denunciar en la comisaría. A este respecto, cabe recordar que estas plataformas, dada su naturaleza, siguen siendo espacios de impunidad para el supuesto agresor, quien no encuentra pena alguna si no media denuncia, como tampoco las víctimas encontrarán allí reparación. Por si fuera poco, y como se está viviendo estos días, este tipo de dinámicas no ayudan a distinguir lo que es delito de lo que no, y acaban provocando reacciones de trazo grueso que se deslizan peligrosamente hacia un puritanismo que nada tiene que ver con el pensamiento feminista. No conviene, por tanto, alentar a las mujeres a acudir a plataformas de acusaciones anónimas en lugar de a los juzgados, sino remover todos los obstáculos que existen para que así lo hagan.
Lamentablemente, conocemos a diario situaciones de acoso y violencia machista en todos sus grados. El sistema tiene la obligación de dar respuesta y poner todos los medios para que las mujeres confíen en él, empezando por preguntarse qué necesidad tienen ellas de emitir acusaciones anónimas que, salvo en casos de notoriedad pública, no van a ningún lado, en lugar de acudir a los procedimientos que cualquier organización, pública o privada, pone a su disposición. Preguntarse por qué esas mujeres no sienten estos lugares como espacios seguros, y poner remedio, es hoy una prioridad. Ojalá el caso Errejón sirva, al menos, para eso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.