Contra las cartas colectivas de intelectuales
Al erigirse como grupo, escritores, académicos y artistas creen que su opinión sobre un asunto público vale más que la de los jardineros, los maestros o los contables
La filósofa Amia Srinivasan escribió hace unos meses un artículo en la London Review of Books en el que contaba que en los últimos tiempos había firmado una cantidad ingente de cartas colectivas de intelectuales y académicos. Firmó contra la investigación que había abierto la Universidad de Cambridge contra un profesor que racionalizaba —apelando a lo que él denominaba la ciencia de lo hereditario— ideas racistas. Firmó contra el inicio de la operación israelí en Gaza. Firmó contra otra carta de intelectuales que, sin dejar de denunciar el sufrimiento del pueblo palestino, censuraba el creciente antisemitismo. Firmó contra la suspensión de una profesora de Estados Unidos que dejó por escrito que el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 la hacía sentirse motivada. Y firmó aún más cartas.
No había ningún hilo concreto que uniera el contenido de todas esas cartas, no había ninguna causa específica que en conjunto reivindicaran. Su inclinación por figurar tan a menudo entre los intelectuales “abajo firmantes”, parecía sugerir Srinivasan en el artículo, no tenía que ver con defender nada en concreto, sino con reivindicar un principio abstracto: la libertad académica dentro de la academia, la libertad de expresión fuera de la misma.
Hay algo perverso en el subgénero de “los intelectuales abajo firmantes”. Y es que las cartas de intelectuales tienen el curioso defecto de reunir todo lo malo y nada de lo bueno de dedicarse a las llamadas tareas intelectuales. Y quien dice cartas colectivas de intelectuales dice también cartas colectivas de académicos o de artistas.
Rara vez tales cartas tratan de asuntos exclusivamente intelectuales, académicos o artísticos: la libertad de cátedra y la libertad de expresión son asuntos que conciernen a toda la sociedad. Los problemas estrictamente sectoriales de los intelectuales, académicos y artistas no suelen motivar cartas públicas. Casi siempre que aparecen como “abajo firmantes” es para denunciar o defender algo que afecta a todo el mundo: guerras, pactos poselectorales, candidatos presidenciales, quiebras en la separación de poderes o legislaciones controvertidas.
Pero si el objeto de la carta de los intelectuales no suele incumbir más al gremio de los intelectuales que a otros, ¿qué justifica entonces que actúen como grupo? ¿Se trata, como dicen algunos, de aprovechar su visibilidad? Los artistas, intelectuales y académicos suelen tener, es cierto, más visibilidad que, pongamos, los jardineros. Pero, a la vez, tienen menos que los futbolistas. Y estos últimos no se sienten llamados a intervenir públicamente como grupo en materias que les conciernen no como futbolistas sino como ciudadanos. El de la visibilidad es, me temo, un argumento que enmascara otra cosa.
Consciente o inconscientemente, al erigirse públicamente como grupo, los intelectuales, los académicos y los artistas creen que su opinión sobre un asunto público general tiene más valor que la de los jardineros, los maestros de escuela o los contables. Actúan como gremio por esa mezcla neurótica que los (nos) caracteriza de arrogancia, autoimportancia y soberbia. (Prueba definitiva de que una carta colectiva de intelectuales suele ser un ejercicio de arrogancia, soberbia y autoimportancia es que perturba la vida de los intelectuales que no la firmaron y deja intacta la vida pública de la sociedad). Las cartas colectivas de intelectuales exacerban, en fin, lo malo de los intelectuales.
A la vez, no expresan nada de lo bueno. Cuando un intelectual contribuye a fortalecer la sociedad civil, no lo hace en virtud de formar parte de un grupo, sino a través de su singular, soberana y libérrima voz de disensión. En su largo artículo, Srinivasan cuenta que le envió una carta contra el genocidio en Gaza a un colega suyo. Este se resistía inicialmente a firmarla porque creía que lo que ocurría en Gaza no era un genocidio, sino una limpieza étnica. Finalmente, dejó a un lado su crítica. Y firmó. No importa ahora si el colega de Srinivasan tenía razón primero y luego no o viceversa. Lo que importa es la disensión y su ausencia. Si la opinión de los intelectuales cumple alguna función social es la de articular ideas que vayan contra la corriente (la de los suyos o la de los otros). Son valiosos porque son críticos: a un intelectual público le toca el feo papel de ser un impertinente solitario. Un intelectual no junta fuerzas con otros intelectuales; un intelectual junta fuerzas con las ideas.
Y cuando un académico, un artista o un intelectual renuncia a la singularidad de la crítica para convertirse en un “abajo firmante” por compromiso gremial, está faltando —disculpen la solemnidad— a sus obligaciones civiles. La cofradía de los intelectuales es elitismo destilado y, de propina, gasolina para el antintelectualismo. La tarea del artista, del intelectual o del académico es la de entonar, en préstamo, la voz de la discordia. Diluida en un coro gremial, esa voz es como polvo, no es nada.
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