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Latinoamérica
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La izquierda ha muerto, viva la izquierda

¿Qué es la izquierda? Esa es la gran pregunta que queda por contestar tras un cuarto de siglo de destrucción de la noción de izquierda

Daniel Ortega y Nicolás Maduro estrechan sus manos durante la visita del presidente nicaragüense al Palacio de Miraflores, en abril de 2024 en Caracas.
Daniel Ortega y Nicolás Maduro estrechan sus manos durante la visita del presidente nicaragüense al Palacio de Miraflores, en abril de 2024 en Caracas.Jesus Vargas (Getty Images)
Martín Caparrós

Si la CIA, la KGB, y los secretos servicios secretos chinos lo hubieran preparado con toda su presumida inteligencia no les habría salido tan bien: la campaña de destrucción de la izquierda mundial que encaró hace unas décadas la supuesta izquierda latinoamericana es un éxito implacable. Parejas como Fidel y Raúl Castro, Rosario y Daniel Ortega, Maduro y Hugo Chávez, Néstor y Cristina, AMLO y El Chapo, han conseguido que la noción de “izquierda” quede automáticamente asimilada a unos regímenes donde el personalismo, la represión, la miseria, la violencia –en proporciones variables– copan el espacio. Países donde –pese al blablablá– sigue habiendo diferencias tremebundas, donde los ricos o los jefes tienen acceso a salud, educación, vivienda, lujos que los demás no tienen, donde la desigualdad sigue siendo la más extrema del planeta; países que no atraen a nadie sino que expulsan a millones de sus ciudadanos.

“Ser de izquierda significa defenderse de los que usan el nombre”, escribió aquí hace unos días el escritor cubano exiliado Carlos Manuel Álvarez. Lo usan, en su supuesto beneficio, los jefes de aquellos regímenes; lo usan, sobre todo, en su absoluto beneficio, los portavoces de cualquier derecha. Lo dicho: fraude en Venezuela, cárcel en Nicaragua, miseria en Cuba y ahora un expresidente golpeador en la Argentina: los charlistas y demás líderes del continente se desgañitan diciendo “vieron, la izquierda es así, hace cosas que no tienen nada que ver con lo que dice” –en lugar de sacar la conclusión más obvia: si alguien hace algo que no tiene nada que ver con lo que dice que es, es que no es lo que dice. I mean: if I say that now I’m writing in Spanish because I’m a Spaniard, ¿ustedes qué dirían?

Todo esto se reaviva en estos días frente a la debacle veneca. Un gobierno que se dice de izquierda reprime y mata ciudadanos que sólo le piden ver cómo votaron. Es difícil ser menos democrático, menos de izquierda. Si reconocemos –porque los datos son muy claros– que los niveles de pobreza e incluso de miseria son parecidos en toda la región, será difícil sostener que algunos de sus gobiernos son de izquierda y otros de derecha; los de izquierda deberían repartir más los bienes, ofrecer vidas mejores; si no lo hacen, no hay forma de sostener esa definición. La diferencia más visible entre los partidos que se dicen de izquierda y los que no reside en el peso que unos y otros otorgan al Estado. Entonces habría que hablar de partidos estatistas y partidos mercadistas que, pese a sus discursos, redistribuyen parejamente poco. O sea: que ninguno es de izquierda.

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Si lo que se llama y se hace llamar izquierda no es la izquierda, ¿qué es la izquierda? Esa es la gran pregunta que queda por contestar tras un cuarto de siglo de destrucción de la noción de izquierda. En términos socioeconómicos, la respuesta puede ser muy clara: somos de izquierda los que queremos una sociedad donde todos tengamos lo que necesitamos y nadie tenga exageradamente más; donde los bienes, las posibilidades y el poder estén suficientemente repartidos, así todos vivimos las vidas que nos merecemos.

Manifestantes se enfrentan a la policía durante una protesta contra la reelección de Nicolás Maduro, el 29 de julio en Caracas (Venezuela).
Manifestantes se enfrentan a la policía durante una protesta contra la reelección de Nicolás Maduro, el 29 de julio en Caracas (Venezuela). Matias Delacroix (AP)

La respuesta es casi una perogrullada y es, al mismo tiempo, la base ineludible. Tenemos un problema central: no sabemos cuál sería la forma política necesaria para construir una sociedad así. Hasta ahora las que dicen que lo intentaron fracasaron miserablemente. Así que se trataría de buscar esa forma política. Que debe ser acompañada por la integración de todos los sectores y personas que fueron marginados por su género, raza, elección sexual o forma de pelar las mandarinas, pero que tiene que ocuparse fundamentalmente de disolver las tremendas diferencias de riqueza y poder.

Sería bueno creer que la mejor manera de conseguirlo se llama democracia. La democracia, ahora mismo, tiene sus problemas. Hay tres muy decisivos: el primero es que, mal que nos pese, es el sistema en que cientos de millones de personas viven mal y, por lo tanto, no tienen mucha esperanza puesta en él ni mucho interés en defenderlo. El segundo es que forma parte de un sistema complejo de falsificación de la realidad que empieza en los medios y las redes sociales y llega hasta la urna, interviniendo a menudo los votos de muchos. Y al fin está su paradoja principal: que llamamos democracia al sistema por el cual las mayorías eligen a sus gobernantes y resulta que en la mayoría de nuestros países esas mayorías no los eligen porque no votan.

Vale la pena tratar de medir el “volumen democrático” de nuestras sociedades. Si se consideran los países con más de cinco millones de habitantes, en América hay sólo dos donde votan tres de cada cuatro personas: Argentina y Brasil. En México y Paraguay son poco menos de dos tercios, y en Chile, Colombia y Estados Unidos, democracias orgullosas, vota la mitad o incluso menos.

Y esos son los países más claramente democráticos. Después vienen algunos donde el mecanismo se ha vuelto confuso, como Perú y Ecuador con sus gobiernos provisionales, Bolivia con sus golpes y contragolpes, El Salvador con su modelo de prisiones modelo, y las viejas dictaduras familiares de la falsa izquierda.

Todo esto para decir que vale la pena pensar si queremos –o no– darle a la democracia una última chance. Si así fuese habría que buscar maneras muy concretas de que fuera realmente el gobierno de las mayorías –y no de esos que a veces van y votan y de los que manejan lo último de la “mercadotecnia electoral”. Quizás, entonces, ser de izquierda signifique, para empezar, recomponer la democracia: devolver al debate la importancia del voto, desde la gran conquista del derecho a votar hasta lo decisivo del deber de hacerlo. Y empoderar ese voto logrando que no sea un cheque en blanco sino un apoyo que puede retirarse, una participación que puede repetirse ante las encrucijadas importantes, una decisión bien informada. Hay modos, hay maneras, habría que discutirlas. Entonces podríamos decir que son de izquierda esas sociedades donde una gran mayoría decide qué rumbo tomar y de derecha aquellas donde lo deciden unos pocos: de izquierda las sociedades que votan, de derecha las que pasan.

Y que en esas sociedades “de izquierda” habrá mucha gente que crea que tiene que haber ricos y pobres, que los ricos son buenos y nos dan trabajo y hay que agradecerles, que los que saben deben mandar y los demás callarnos, que los gobiernos están para ser obedecidos y no discutidos, que los extranjeros son temibles, que las leyes de Dios deben seguirse a ciegas, todo eso. Entonces, probablemente, ser de izquierda consista en ofrecer el esfuerzo y el tiempo necesarios como para tratar de mostrarles que tal vez no sea así. Y que son –que ellos, que nosotros, que todos somos– mucho más importantes que lo que nos dijeron.

Y entonces sí, seguramente, ser de izquierda volvería a ser un orgullo para tantos.

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