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Las otras vidas
Tribuna
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Cuando no es tiempo de ficción

La realidad de la guerra en Ucrania es tan cruel y tan anormal que es imposible inventar nada, mientras que la poesía ha regresado a sus orígenes: el llanto por los muertos, la execración de la crueldad del enemigo

Muñoz Molina 20 07 24
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Oleksandr Mykhed no ha dejado de escribir desde que el ejército ruso invadió su país hace ya más de dos años, pero no ha vuelto a leer novelas. El 22 de febrero de 2022 lo despertaron las explosiones de los misiles y el tableteo cercano de las palas de los helicópteros que asaltaban el aeropuerto cercano. Él y su mujer no abrían los ojos a un nuevo día sino a un nuevo mundo infernal que no ha cesado desde entonces. Mykhed llamó a sus padres, que vivían cerca, y les dijo que tenían que salir huyendo. Quizás paralizados por el miedo, o por una súbita realidad trastornada que no les era posible asimilar, los padres se quedaron, y Oleksandr Mykhed, junto a su mujer y su perro aterrorizado, huyó en coche hacia el oeste de Ucrania. Sus padres vivieron durante tres semanas escondidos en un sótano, notando sobre sus cabezas el temblor profundo de las explosiones, y a veces también los disparos y los gritos salvajes de los invasores, que se confundían con los gritos de las víctimas, hombres asesinados a quemarropa, mujeres violadas, en la antigua tradición de la soldadesca soviética. Cuando Mykhed volvió al cabo de unos meses a su ciudad liberada por el ejército ucranio, su casa ya no existía, destruida por un misil horas después de que ellos se marcharan. Entre los montones de libros mezclados con cascotes y metralla de lo que había sido su amada biblioteca, unos pájaros habían armado un nido.

Por entonces Oleksandr Mykhed, hasta entonces profesor y crítico de arte, se había alistado en el ejército y ya era capaz de montar y desmontar una ametralladora y de dispararla con solvencia. La única distracción que lo serenaba era jugar al baloncesto. Le costaba leer cualquier cosa, pero sobre todo novelas. “No creo en la posibilidad de escapar hacia mundos de ficción cuando la realidad de tu vida está ardiendo en llamas”, escribió después. Leía poco o nada, pero escribía a cada momento. Escribía por un instinto de testimonio y de terapia. Solo escribiendo le parecía posible organizar de algún modo la confusión extrema y el espanto de la experiencia diaria. Se dio cuenta de que el pasado había desaparecido de golpe, igual que habían sido arrasados los lugares de la vida anterior, el querido espacio familiar de la casa, las calles y los jardines de los paseos matinales que daban su mujer y él con el perro. No le era posible mirar en el teléfono las fotos cercanas y ya irreales de todo lo perdido. Solo escribía y escribía, en cualquier momento, de cualquier manera. Cómo contar un horror sin alivio. Cómo encontrar palabras para comprender o tan solo para describir la brutalidad de los soldados invasores, la aquiescencia bovina de la inmensa mayoría de la gente en Rusia. Cómo transmitir la intensidad de la rabia de quien ve su mundo tranquilo destruido de la noche a la mañana por una sinrazón criminal.

Escribir era contar lo que tenía ante los ojos, lo que escuchaba, lo que olía, el humo de los incendios, el olor de neumáticos quemados, el hedor de los alimentos podridos que lo asaltó al abrir el frigorífico intacto entre las ruinas de su casa. Había una sola tarea necesaria y urgente para seguir escribiendo: había que dar un testimonio preciso de cada uno de los crímenes, de las torturas, de todos los actos de barbarie, hasta de los nombres de cada una de aquellas personas que ahora yacían tiradas como montones de harapos ensangrentados en las ruinas de las casas y en las cunetas de las carreteras. Los invasores dejaban a sus soldados muertos atrás, desahuciados como carne de cañón ya inútil. Pero había que escribir el nombre de cada víctima, y algunas veces escribir también en la espalda o en la ropa de los vivos. Cuenta Mykhed que muchos padres escribían con rotulador sobre la piel de un niño su nombre, su dirección y el teléfono familiar, y se lo escribían ellos mismos, para que en caso de morir o quedar heridos en un ataque pudieran ser identificados. Escribir es documentar con la veracidad de un investigador policial o un juez de instrucción, o de un reportero que se juega la vida para conseguir un testimonio. Hay que reunir todas las pruebas posibles para cuando llegue el día en que pueda hacerse algo de justicia, aunque no haya modo de reparar tanta destrucción y tanto sufrimiento, ni de castigar a los peores culpables. “Hay que dar testimonio del Mal”, escribe Mykhed.

Pero escribir es también forzar los límites del idioma y los de la propia capacidad expresiva para describir lo inaudito, lo inimaginable, los extremos de la crueldad y los de la resistencia humana, lo absurdo y lo irreal de la guerra, que quizás solo puede concebir del todo quien lo ha vivido. Me gusta recordar una máxima del gran físico y premio Nobel Richard Feynman: “Requiere más talento imaginar lo que existe que lo que no existe”. Por eso dice Oleksandr Mykhed que estos no son tiempos para las ficciones sobre la invasión rusa y la guerra: “La realidad es tan cruel y tan anormal que no puedes, no debes, inventar nada”. Hasta la poesía ucrania ha cambiado con la guerra. Mykhed cuenta que en los últimos tiempos ha habido una explosión de poesía en el país, pero que lo experimental y lo abstruso quedan ahora a un lado. La poesía se ha vuelto “funcional y ritual”, y ha regresado a sus orígenes: el llanto por los muertos, la execración de la crueldad del enemigo.

Las novelas tardarán en llegar. Con raras excepciones, la novela es un arte que requiere la lenta maduración de lo vivido, el proceso como de compostado en la oscuridad que va transmutando la experiencia en ficción. Hay una literatura retrospectiva hecha de tiempo, y hay otra no menos valiosa que brota de la instantaneidad, sin mediación ni distancia alguna, sin las ventajas de la perspectiva, aunque también sin los engaños y las vaguedades de la memoria: es la instantaneidad lo que vibra en un reportaje del periódico, o en una anotación de diario, o en una carta, cuando se escribían. El presente narrativo no queda desfigurado por el conocimiento de lo que sucedió después. Y ese tipo de escritura inmediata y convulsa rompe los márgenes de los géneros establecidos porque la historia que ha de contar es demasiado extraña, increíble, hasta deforme, para caber en ninguno de ellos. Por eso es tan estremecedor y tan difícil de clasificar el libro que Oleksandr Mykhed empezó a escribir el mismo día en que empezaba la guerra, recién traducido al inglés con el título de The Language of War. Hay apuntes de diario, hay divagaciones y recuerdos, hay titulares y noticias de periódico, entrevistas, conversaciones escuchadas de paso, hay humor negro de gente acostumbrada a la cercanía constante de la muerte. Necesitamos un grado mínimo de orden para hacer inteligibles las cosas y no sucumbir ciegamente al terror. Pero no es lícito dar una forma confortadora a lo que carece de ella. Una realidad despedazada e irreconocible parece que exige las crudas yuxtaposiciones del collage, la incertidumbre de lo fragmentario y lo inacabado. Quién que no esté ahora mismo allí puede contar lo que es vivir bajo las bombas israelíes en Gaza, bajo las bombas rusas en Ucrania. No sé si Oleksandr Mykhed sigue cumpliendo con su deber como soldado, pero sin duda ha ejercido admirablemente su responsabilidad de escritor. No es verdad que la literatura sea un lujo superfluo, un juego de manos para entendidos, una prédica de cualquier ideología que esté de moda. Dice Mykhed que escribirla en presente también es un antídoto contra los engaños del recuerdo: “La memoria funciona de una manera tramposa y trata de decirnos que las cosas no fueron tan malas. Yo quiero hacer que se recuerde bien todo lo malas que son”.

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