Ninguna sorpresa en el atentado contra Trump
Lo que más espanta del tiroteo en el mitin republicano es su coherencia con la violenta realidad de Estados Unidos
Era totalmente previsible, dada la frecuencia con la que se producen actos violentos en Estados Unidos. Peor aún: los investigadores no han conseguido descubrir que Thomas Matthew Crooks, de 20 años, tuviera ningún antecedente de enfermedad mental, así que es posible que los estadounidenses tengan que afrontar la espantosa realidad de que el intento de asesinato, además de ser un crimen y un ataque contra el proceso político nacional, haya sido un acto racional.
¿Cómo puedo decir una cosa así?
Porque el disfuncional sistema de gobierno de Estados Unidos hace que sea demasiado difícil resolver sus problemas más graves por medios democráticos y no violentos.
Y no es casualidad que uno de esos problemas sin resolver sea la propia violencia.
Los estadounidenses se han acostumbrado a considerar los tiroteos de masas —es decir, aquellos en los que resultan heridas o muertas cuatro personas o más— como algo habitual. En los tres últimos años se han producido en el país más de 600 tiroteos de masas al año, aproximadamente dos al día. El intento de magnicidio del sábado también lo fue, puesto que el resultado fueron dos muertos (el tirador y un bombero que se encontraba entre la multitud) y al menos otros dos heridos.
Más trágico todavía es el hecho de que los estadounidenses se hayan resignado a tener unas tasas de violencia que están entre las más altas del mundo occidental, incluida la cifra anual de más de 40.000 personas muertas por heridas relacionadas con armas de fuego; un número que ha aumentado más de un 40 % desde 2010. La mayoría de esas muertes son suicidios, que ocurren cada vez más entre personas jóvenes. En este contexto, el hombre de 20 años que intentó asesinar a Trump seguramente sabía que lo matarían en cuanto disparara, así que su caso no tiene nada de especial sino que es bastante corriente.
Otro factor importante es la violencia política. Los estadounidenses pueden recitar de memoria varios actos violentos que tuvieron gran repercusión: el atentado que en 2011 estuvo a punto de acabar con la vida de la congresista Gabrielle Giffords; el tiroteo que en 2017, durante un entrenamiento de béisbol del equipo del Congreso, casi causó la muerte al líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, Steve Scalise; los planes para secuestrar a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, que se descubrieron en 2020; y la trama desbaratada en 2022 para matar al magistrado del Tribunal Supremo Brett Kavanaugh. Y eso, sin mencionar el asalto al Capitolio de Estados Unidos del 6 de enero de 2021.
Esa violencia es todavía más visible en los niveles inferiores de la política y las instituciones. Es lógico, si se piensa que un buen número de ciudadanos —más del 20 % del país según las encuestas de 2024, es decir, más de 60 millones de personas— cree que la violencia puede ser necesaria para alcanzar los objetivos políticos.
Los funcionarios locales se llevan la peor parte de nuestra afición a la violencia. Las herramientas más comunes de la violencia política —el acoso y las amenazas— se han convertido en algo a lo que tienen que enfrentarse de forma cotidiana, sobre todo aquellos cuyo trabajo está relacionado con las elecciones o la gestión municipal.
En una encuesta llevada a cabo en 2021 por el Centro Brennan para la Justicia, un tercio de los funcionarios electorales de Estados Unidos decían que se sentían poco seguros y el 79 % quería que el gobierno les garantizase la seguridad. Según una encuesta de la Liga Nacional de Ciudades, más del 80 % de los estadounidenses han sufrido acoso, amenazas y violencia. La enorme cantidad de amenazas en las instancias locales hace casi imposible investigar su origen y todavía más castigar a quienes las profieren.
Otro problema es que la violencia política es eficaz, porque unifica a unos partidos y disuade a otros. “La violencia política cumple directamente una función electoral”, escribe Rachel Kleinfeld, investigadora principal del Programa de Democracia, Conflictos y Gobernanza de Carnegie. “El uso de la violencia para defender a un grupo estrecha los lazos entre los miembros de ese grupo. Por eso, la violencia es una forma especialmente eficaz de reforzar la pasión de los votantes”.
Kleinfeld ha identificado cuatro factores que incrementan el riesgo de violencia relacionada con las elecciones. Y en Estados Unidos, ha escrito, están presentes los cuatro.
El primero son unas elecciones muy competitivas que alteran el equilibrio de poder, un problema agravado por el sistema electoral estadounidense, en el que el ganador se lleva todos los votos y que no permite el reparto de poder ni la representación proporcional.
El segundo son las divisiones partidistas basadas en la identidad, agudizadas en los últimos tiempos después de que los propios estadounidenses se hayan clasificado en dos grupos identitarios (los demócratas, que residen en las ciudades y entre los que hay muchas probabilidades de encontrar a miembros de una minoría, mujeres y laicos, y los republicanos, que viven alejados de los centros urbanos y tienen más probabilidades de ser blancos, hombres y cristianos).
El tercer factor son unas reglas electorales que permiten que se aproveche esa identidad para ganar. Kleinfeld subraya que la violencia política es mayor en las circunscripciones muy disputadas, donde una diversidad cada vez mayor se topa con la reacción violenta; en concreto, “en los barrios residenciales en los que la inmigración de origen asiático e hispanoamericano ha aumentado a más velocidad, sobre todo en las metrópolis más demócratas que están rodeadas de zonas rurales dominadas por los republicanos. Esos barrios… son zonas de contestación social”.
El cuarto factor es las endebles herramientas institucionales para contener la violencia. Sobre todo, cuando intervienen armas de fuego.
Los intentos legislativos de controlar las armas no han llegado a ninguna parte, porque el poderoso grupo de presión armamentístico domina el Partido Republicano y amedrenta a los demócratas con la amenaza de invertir mucho dinero contra ellos en las campañas electorales. Cuando los estados y las ciudades progresistas intentan controlar las armas, los tribunales federales anulan sistemáticamente las leyes que aprueban. Por el contrario, hay pocos obstáculos para que los estados conservadores faciliten el acceso a armas más accesibles y letales y protejan a quienes podrían utilizarlas para defenderse.
El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha permitido que la locura de las armas siga extendiéndose, con su ampliación del derecho constitucional a portar armas. En 2022, el Tribunal dictó un nuevo criterio que, en la práctica, ha abolido los controles que los demócratas habían establecido sobre las armas en lo que va de siglo: la decisión del Tribunal fue que las únicas restricciones a las armas que pueden permitirse hoy en día son las que se instauraron en el momento de la fundación del país, en 1791. A principios de este año, esa sentencia sirvió para para revocar una ley federal que prohibía los aceleradores de disparos (que utilizan los tiradores en masa para que las armas disparen más deprisa y maten más).
Al mismo tiempo que fomenta el uso de las armas, el Tribunal impide otras alternativas no violentas para cambiar el país. Los magistrados han respaldado la manipulación de distritos electorales, que debilita el poder del voto, especialmente el voto de las minorías. Asimismo han eliminado los límites al dinero y las donaciones en política, lo que hace posible que los ricos y poderosos dominen las elecciones y el gobierno.
Y este año, el Tribunal ha decidido situar a Trump y a los futuros presidentes por encima de la ley. Para ello han hecho caso omiso del texto literal de la Constitución, que prohíbe ejercer el cargo a cualquier funcionario que haya alentado una insurrección contra el Estado, tal como hizo Trump en 2020; todo ello, para que el expresidente pudiera ser candidato en las elecciones presidenciales. Y además, en una sorprendente sentencia dictada este mismo mes de julio, el Tribunal ha concedido a los presidentes una inmunidad penal muy amplia por los actos que hayan cometido mientras ocupaban el cargo.
Esta inmunidad abarcaría acciones como cometer crímenes de guerra, encarcelar a opositores políticos, ordenar represalias contra los detractores o decretar ejecuciones públicas. Trump ha prometido hacer todas esas cosas si es reelegido, incluida la ejecución de un general de las fuerzas armadas que se interpuso en su intento de anular por la fuerza el resultado de las elecciones de 2020.
Muchos estudios demuestran que las palabras de los políticos fomentan la violencia política. Ahora están llamando a la calma, la unidad, a alejarse de esa violencia. Pero esos llamamientos van a conseguir poco. En Estados Unidos no hay nunca forma de alejarse de la violencia. Ni siquiera después de un intento de asesinato. A Trump lo alcanzó una bala mientras presentaba un gráfico falso con el fin de justificar sus planes para deportar en masa y con violencia a los inmigrantes de Estados Unidos. Entonces, tras un minuto de glorioso silencio, tirado en el suelo, se levantó e hizo un gesto. No fue un pulgar hacia arriba para decir que estaba bien, ni tampoco el símbolo de la paz. Alzó el puño y ordenó a sus seguidores: “¡Luchad! ¡Luchad!”
La lucha no termina nunca. Por eso Trump y todos sus compatriotas seguiremos recogiendo la violencia que siempre hemos sembrado.
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