La importancia política del malhumor
La respuesta electoral del domingo en Francia frena por el momento la desazón, pero no acaba con un fenómeno que se ha gestado a lo largo de los años
Lo primero fue la sorpresa, cuando las encuestas del domingo electoral desmintieron de pronto las encuestas anteriores y anunciaron que la extrema derecha sería la tercera fuerza en escaños de la Asamblea Nacional francesa. Entonces, entre el júbilo de quienes habían temido un resultado distinto, el periodista Ignacio Pato tuiteó una frase sin verbo, una constatación: “La necesidad incluso física de buenas noticias”.
En muchos, el avance de la ultraderecha en las europeas de junio despertó una inquietud más emocional que política, una especie de desazón que lleva a desconectar del debate político, cada vez más enconado y feo. Quizá así se explique también el auge ultra: cómo ha arraigado la creencia interesada de que los partidos son todos iguales y el ruido es el mismo y, ya puestos, conviene voltear el tablero aunque sea a costa del tablero. Por eso, algunos sintieron el domingo hasta un alivio en la boca del estómago contra ese malestar, que de eso está hecho el tiempo actual: de malestares y malesmenores. Si es eso, la hegemonía será de quien los capitalice. Antes las elecciones se ganaban por el centro y ahora se quieren ganar por el malhumor.
Es curiosa la paradoja: parlamentos muy fragmentados que se unifican, o simplifican, en dos bloques que no buscan apoyos en su favor, sino en contra del adversario. Multipartidismo biblocal. Es más curioso todavía que ese escenario se haya visto con tal claridad en un país presidencialista en el que siempre incidió la discusión de sus intelectuales y donde, esta vez, fue el futbolista Kylian Mbappé quien propuso un aldabonazo moral.
La respuesta electoral del domingo frena por el momento esa desazón, pero no acaba con un fenómeno que se ha gestado a lo largo de los años. A los partidos de extrema derecha, que discuten los consensos sobre los que se edificó la Unión Europea, los han votado millones de europeos. No es tanto lo que hayan crecido esas fuerzas, sino lo que ha calado su discurso y su capacidad para determinar la agenda pública. Ocurrió en junio en buena parte del continente y, en el caso francés, ha vuelto a ocurrir en julio, pese al efecto del inédito frente republicano, del cada vez más extraño cordón sanitario y de la garantía que implica el sistema de la doble vuelta.
El corresponsal Marc Bassets apuntó hace unos días desde Francia estas razones para entender el éxito del joven candidato de Marine Le Pen: la fractura entre los de arriba y los de abajo, entre el campo y la ciudad, y “la incapacidad de los gobernantes para entender las corrientes de fondo”. Otros analistas han hablado de la soberbia de los partidos clásicos y cómo, frente a ella, la extrema derecha ha agitado su apelación salvacionista a la identidad, que desemboca en el racismo de muchas de sus declaraciones. El fenómeno político y social se mantiene, pese a que las urnas hayan rebajado su magnitud. Es más, con Emmanuel Macron en la presidencia de la República y la izquierda al frente de su Gobierno, Le Pen será referente de la oposición y se presenta como alternativa. Francia ha frenado la ola, vale. Pero hay mar de fondo en su costa y en otras muchas.
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