Insoportable violencia machista
La reciente ola de crímenes evidencia que no se pueden escatimar recursos contra esta lacra y que implica a toda la sociedad
En apenas 24 horas, entre el viernes y el sábado pasado, tres hombres cometieron seis asesinatos machistas en Fuengirola (Málaga), Zafarraya (Granada) y Las Pedroñeras (Cuenca). Las víctimas son cuatro mujeres, un niño de ocho años y una niña de tres. Estos crímenes suponen una secuencia de terror sin precedentes desde que hay registros. El asesinato de los dos menores iguala ya el récord de 2015, el año en el que más niños y niñas fueron asesinados por sus padres o las parejas de sus madres: nueve. En lo que va de año ya son 19 las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas.
Estos crímenes reflejan, una vez más, la múltiple y diversa casuística de la violencia de género, pero han evidenciado también las brechas en el sistema. Mientras que en los dos primeros casos no existían denuncias previas, sí la había en el tercero. La víctima había decidido separarse del hombre que llevaba años maltratándola y estaba dentro del Sistema VioGén de seguimiento de víctimas de la violencia machista, calificada con un nivel de riesgo bajo. El asesino había sido condenado e iba a entrar en prisión, pero aprovechaba la libertad para seguir aterrorizándola. Varias veces había hecho pública su intención de matarla y a su alrededor todo el mundo conocía la violencia a la que él la sometía desde hacía años. Cuando una mujer ha entrado en un plan de protección y aun así el hombre que quiere asesinarla puede hacerlo, el sistema ha fallado y tiene una grieta que el Estado ha de localizar y reparar.
España cuenta con una buena red legal y de protección para las víctimas de esta violencia. La ley integral de 2004 es una herramienta que ha permitido desplegar en los últimos años múltiples medidas para avanzar en la erradicación de este problema estructural que ha costado la vida a 1.263 mujeres desde 2003, inicio de los datos oficiales. Los progresos gracias a la investigación y la experiencia son también un hecho. Entre ellos están el llamado protocolo cero —activado para proteger a las víctimas que no denuncian porque temen por sus vidas o las de sus hijos o temen no ser creídas— o la conversión de las oficinas de la Seguridad Social en puntos de atención a las víctimas de violencia machista, anunciada este mismo lunes.
Ese sistema, no obstante, arrastra carencias, como extender la formación a todos los que entran en contacto con esta violencia en algún momento de la cadena, o la falta de efectivos para determinar el riesgo que sufren las mujeres y cubrir a las miles de víctimas. Solo el año pasado se interpusieron 199.166 denuncias por violencia de género y existen más de 90.000 mujeres en el sistema de seguimiento. No es completa una normativa si no se pone a su disposición todo lo necesario para desplegarla.
El Estado tiene los instrumentos y el conocimiento para que el alcance de sus medidas sea homogéneo en todo el territorio y cubra de manera eficaz —en pueblos y ciudades por igual— a todas las mujeres que lo necesitan —mayores, jóvenes, migrantes o no—, pero ha de invertir cuantos medios económicos y humanos sean necesarios para cumplir con una prioridad máxima: la de prevenir que esa violencia exista, primero, y la de evitar que escale hasta su expresión más grave, el asesinato. Es parte de la responsabilidad de cualquier democracia. Esa responsabilidad no acaba, sin embargo, en las instituciones. La violencia contra las mujeres es también una responsabilidad social, y la ciudadanía no puede mirar hacia otro lado, debe ser parte activa para acabar con ella.
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