El cerrojo de la España bipartidista
El bipartidismo es el último guardián para que los cimientos del sistema no revienten, una peculiaridad del caso español
Nuestro bipartidismo no es perfecto, más de 40 años de democracia atestiguan sus vergüenzas. Sin embargo, algo tendrá, que España fue uno de los países que frenó la ola ultra en las elecciones europeas, mientras alrededor la extrema derecha gobierna —Italia— o el combate ya solo va de los extremos —Francia—. Nuestro bipartidismo es el mayor cerrojo para mantener el sistema dentro de unos raíles, y por eso, resulta hipócrita culpar solo a Podemos, Vox, o a los independentistas de ciertas perversiones de nuestra política reciente.
Un ejemplo flagrante es la responsabilidad de Partido Popular y el PSOE en convertir las altas instancias del Estado en su campo de batalla en los últimos tiempos. Es decir, órganos que deberían dar apariencia de neutralidad. El PP se ha negado durante cinco años a facilitar la renovación del CGPJ. Ahora bien, los socialistas se han tomado la revancha, colocando a exministros del Gobierno en puestos como la Fiscalía general o el Tribunal Constitucional. El combate real hace tiempo que había dejado de ser en el Congreso, trasladándose a la arquitectura estatal, a los cimientos de nuestra democracia. De hecho, ha sido ponerse de acuerdo PP y PSOE, e ipso facto se ha notado una rebaja de la crispación ambiental, aunque haya durado poco tiempo. Se demuestra que, si se quiere, el muro se hace pequeño hasta desvanecerse, y eso nada tiene que ver con Santiago Abascal, con Carles Puigdemont y con Ione Belarra.
El bipartidismo es el último guardián de que los cimientos de nuestro sistema no revienten, y ello se ha vuelto una peculiaridad del caso español. La V República francesa hace aguas porque el centroderecha y el centroizquierda han perdido ese poder y están siendo remplazados por sus extremos. En Italia, la descomposición constante del tablero ha hundido a formaciones enteras, llevando a la ultraderecha de Giorgia Meloni en volandas al Gobierno. En España, en cambio, populares y socialistas han sobrevivido al envite de los nuevos. E incluso, las salidas de tono significativas solo se dan cuando el bipartidismo hace dejadez de funciones, o las tolera a sus socios: Podemos, Vox y los independentistas solo actúan de subalternos, no como ejes. No tocan poder del Estado profundo, por mucho que crispen a veces.
Y ese papel estabilizante del bipartidismo es clave ante el cambio generacional que se hizo notar en España desde 2014. Hay indicios para creer que el legado de la Transición se sustentó, sin cuestionamiento y durante tantos años, en parte por el miedo a la involución. Es decir, que las generaciones que se socializaron durante el período constituyente tenían miedo a la subversión de la democracia, entre otras cosas, porque no nacieron en ella o padecieron el golpe de Estado del 23-F. Las nuevas, en cambio, no tenían ese mismo temor y se lanzaron a votar a nuevos partidos —Ciudadanos y Podemos, primero, luego, Vox, o Alvise—. Por ello, la mayor virtud del bipartidismo ha sido amortiguar el ansia de sorpasso de esos competidores, así como las formas y costumbres que trajeron al juego político —en muchos casos, preocupantes—, hasta tratar de domesticarlos, o reducirlos a comparsa de sus gobiernos. Ello explica por qué se han ido hundiendo los nuevos: no venían a ofrecer una alternativa real, sino a suplir las fallas de lo existente. E incluso, no sirven ya ni para fiscalizar a un bipartidismo, que los lleva por donde quiere, en esta lógica bibloquista y polarizante en la que estamos inmersos. De ahí, que a menudo esos socios necesiten hacer tantos aspavientos más estéticos que de calado.
En consecuencia, el bipartidismo no supone un “candado” para que nada cambie, como solía decir Podemos en 2014, o como intenta vender Vox ahora. Al contario, PP y PSOE han sobrevivido a sus competidores porque han sido capaces de desplazarse en estos años para absorber sus demandas. Las críticas a un PSOE podemizado o amigo del independentismo o a un PP voxizado son la constatación de que los principales partidos se han visto obligados a moverse para achicar esos espacios y que los debates volvieran a su esfera de dominio. No siempre ha sido satisfactorio, tal que muchos de sus detractores o afines protestan. Aunque quizás, el clima de confrontación entre PP y PSOE ha sido un mal necesario para cargarse a sus extremos y recentrar el sistema en torno a la pugna entre los dos grandes.
Con todo, el acercamiento entre populares y socialistas para la renovación del CGPJ devuelve España a aquellos tiempos en que el bipartidismo se peleaba ante las cámaras, pero pactaba cuando tocaba en los despachos. Esa era la mayor crítica que el 15-M dejó y que ha hecho imposible acercarse por miedo al señalamiento. Pero es probable que el cerrojo del bipartidismo haya culminado su tarea. Si hoy es posible volver a entenderse para lo básico de la configuración del Estado es, también, porque Vox, Podemos o el independentismo han dejado de ser una amenaza realista. El bipartidismo ha mutado en 10 años, pero el sistema se mantiene en su sitio, inmutable, a diferencia de muchos países del entorno. Hete ahí nuestra rareza.
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