El dinero y nosotros
La impenetrabilidad de los ricos viejos o antiguos es un asunto fascinante
“Cuando vendo licor, lo llaman contrabando. Cuando mis clientes de Lake Shore Drive lo sirven en bandejas de plata, lo llaman hospitalidad” (Al Capone)
Al Capone tuvo muchos problemas en su vida y causó bastantes más. Uno de esos problemas que él tenía, y el que más le acomplejaba, tuvo que ver con la aristocracia del dinero y sus imposibles normas de obligado cumplimiento. Lo leo en Al Capone: su vida, su legado, su leyenda (Anagrama, 2018), de Deirdre Bair, una disección salvaje y desconcertante sobre el enemigo público número uno. “Cuando vendo licor, lo llaman contrabando. Cuando mis clientes de Lake Shore Drive lo sirven en bandejas de plata, lo llaman hospitalidad”, decía. Pero callaba algo: esos clientes suyos se alegraban de que Capone se dedicase al contrabando de alcohol durante la Ley Seca y celebraban recibir sus cajas, pero jamás le invitaban a quedarse a beber con ellos. El rey del hampa de Chicago profesionalizó el crimen hasta convertirlo en una organización que estudió la Harvard Business School centrándose en los años de más auge, cuando Capone controlaba “centenares de prostíbulos, bares clandestinos y garitos de extrarradio que eran locales de juego y puntos de venta de alcohol y servicios sexuales”. Pero de él a su nueva clase social solo le interesaba la distinción gangsteril, o sea codearse con tipos peligrosos a pesar del esfuerzo de Capone, hijo de inmigrantes italianos que empezó de matón callejero (sin dejar de serlo nunca), en vestirse y comportarse como ellos. La impenetrabilidad de los ricos viejos o antiguos es un asunto fascinante que no me ha ocupado ni medio segundo fuera del folio pero muchos dentro. Hay un párrafo espectacular de esa biografía de Bair que te pone a simpatizar con Capone, extorsionador y asesino múltiple, respecto a la clase alta que se divierte con él. Hans Magnus Enzensberger ya escribió que los mafiosos no atracaban bancos, no robaban la nómina de las compañías, sino que eran comerciantes que negociaban con mercancías ilícitas, imponían precios a los minoristas y, de vez en cuando, asesinaban a la competencia; eran, en definitiva, “la prueba de que toda empresa capitalista, llevada a sus últimas consecuencias, se convertía en una organización criminal”.
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