Si ya podéis casaros, ¿qué más queréis?
Cuando pensamos en la lucha LGTBI, a menudo las reducimos a una cuestión sexoafectiva. No nos vienen a la cabeza ni el acceso a la vivienda, ni envejecer dignamente, ni trabajar seguras o migrar con libertad
Cuatro de cada 10 personas en situación de sinhogarismo son LGTBI. Parece un dato sorprendente, teniendo en cuenta que las personas LGTBI no somos un porcentaje tan elevado de la sociedad, pero así lo concluye un estudio de la Universidad Rey Juan Carlos. Y hay más: según la Universitat de Barcelona, el 40% de las personas mayores LGTBI viven solas y el 77% de entre ellas temen ser agredidas por funcionarios y trabajadores públicos si solicitan alguna prestación o servicio. Según un informe del Ministerio de Trabajo, el 37% de las personas trans ha sufrido discriminación en sus lugares de trabajo y el 81% de las personas no binarias esconden su identidad deliberadamente ante sus colegas por temor a su reacción. Las personas abiertamente LGTBI son las más propensas a padecer detenciones ilegales y hostigamiento policial en las calles después de las personas racializadas, según el sociólogo antipunitivista Aleix Vitale, y hasta el 50% de personas solicitantes de asilo en España lo hacen por motivos de LGTBIfobia, según la ONG Rescate, pero buena parte de ellas jamás lo consigue.
Cuando pensamos en la lucha LGTBI, a menudo las reducimos a una cuestión sexoafectiva. No nos vienen a la cabeza ni el acceso a la vivienda, ni envejecer dignamente, ni trabajar seguras o migrar con libertad. Tanto es así, que es tristemente común escuchar la manida frase “si ya podéis casaros, ¿qué más queréis?” cada mes del Orgullo o ante cada nueva reivindicación. Es, sin lugar a dudas, una de las frases que más ha escuchado cualquier persona LGTBI y que parece poner coto a nuestra ambición de más conquistas sociales. Y es que la consecución del matrimonio igualitario y la adopción homoparental han opacado otras muchas demandas históricas del colectivo, han vaciado la historia queer de aquellas exigencias más molestas de los años ochenta y han reducido un movimiento que proponía un mundo radicalmente diferente a un desfile institucionalizado que se conforma con algunas reformas puntuales y medidas cosméticas. Tal y como expresa la escritora y activista Yasmin Nair, fundadora del colectivo queer Against Equality, “el matrimonio igualitario ha sido usado para sobreescribir la historia queer, como si el matrimonio fuera lo único a los que las personas queer siempre aspiraron”. Entonces, ¿a qué otras cosas podríamos aspirar, más allá del matrimonio?
Las cifras y titulares que he proporcionado al inicio de este texto podrían ser una pista de por dónde empezar: si el 40% de las personas en situación de sinhogarismo son LGTBI, quizá una buena reivindicación para nuestro colectivo sería tratar la vivienda como un derecho y no como un negocio, exigiendo unos niveles de vivienda pública equiparables al del resto de países europeos, el fin de los desahucios o un programa de housing first como el que ha atajado el sinhogarismo con éxito en Finlandia. Si el 77% de las personas mayores LGTBI tienen miedo a ser agredidas por los funcionarios públicos, lo que repercute en una vejez solitaria y una esperanza de vida más corta, quizá una buena reivindicación para nuestro colectivo sería el fomento de la autonomía en la vejez, el fin de la gestión privada de las residencias o la construcción de estructuras de convivencia intergeneracional que ayuden a las personas mayores a socializar con sus iguales en los últimos años de vida. Si sufrimos acoso laboral, quizá no necesitemos que nuestra empresa coloree su logo de arcoíris cada mes de junio, sino un sindicato activo y consciente con la diversidad afectivo-sexual y las violencias laborales que se generan a su alrededor. Si nos impiden cruzar la frontera, quizá no necesitemos vuelos de retorno y concertinas más altas, sino abolir de una vez la ley de extranjería que es tan culpable de que personas que huyen de la LGTBIfobia no accedan a su derecho al asilo como de la explotación laboral y sexual en los campos de fresas de Huelva donde sí, también hay trabajadoras LGTBI doblando el lomo.
Ya en 1977, apenas meses después de la muerte de Franco, colectivos, asociaciones queer y trabajadoras sexuales ocuparon las Ramblas de Barcelona para reclamar vivienda pública, el fin de la violencia policial o la abolición del capitalismo en la primera manifestación LGTBI de la que hay constancia en España. Me parece especialmente importante recuperar ahora, ante el auge de la extrema derecha en diferentes gobiernos europeos, esa memoria colectiva y ese espíritu transformador del 77 ocultos tras la ley del matrimonio igualitario. Es más importante que nunca poder dar respuestas concretas a la pregunta “¿qué más queréis?”, porque mayor vivienda pública, envejecer en compañía, trabajar dignamente o migrar son derechos LGTBI y son, al mismo tiempo, derechos de toda la clase trabajadora en su inmensa diversidad. Son un horizonte que genera ilusión y esperanza ante los discursos crecientes del odio y del miedo. Un horizonte que ha de basarse en la construcción de puentes más allá de las identidades: dejar de preguntarnos para quién son las políticas públicas, las organizaciones y sindicatos o las acciones de calle. Empezar a preguntarnos para qué, pues desde ahí descubriremos qué necesidades tenemos en común y qué respuesta colectiva podemos dar entre todas. Qué mundo mejor que el que tenemos e indudablemente mejor que el que nos ofrecen los reaccionarios podemos construir.
Celebrarnos y mostrarnos orgullosas no sólo es legítimo, sino necesario. Casarse debe ser un derecho para las personas LGTBI que así lo crean conveniente para sí mismas —al menos mientras sea un derecho de las personas heterosexuales— pero no podemos reducir la lucha a satisfacer los modelos de vida de unas pocas. El primer Orgullo fue un disturbio, y no podemos olvidarlo. O seguimos haciendo ruido, haciendo temblar escaparates, levantando adoquines de las aceras, ampliando horizontes y promesas de otro presente posible, o pronto no quedará de qué estar orgullosas. El matrimonio fue un peldaño, muy alto para algunas, insignificante para otras, pero un peldaño al fin y al cabo. ¿Qué más queremos? La escalera entera. Y queremos compartirla con el mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.