Kafka, un europeo
El escritor checo trató en sus cartas de estar pendiente de todas las insignificancias para acercarse a través de ellas a lo que importa
En agosto de 1907, Franz Kafka conoció a dos chicas en Triesch, donde estaba pasando sus vacaciones. Eran “dos estudiantes muy inteligentes, muy socialdemócratas”, que tenían “que apretar los dientes para no verse obligadas a manifestar en cada momento una convicción, un principio”, le contó a su amigo Max Brod. Tenía entonces 25 años y se enamoró de una de ellas, Hedwig Weiler, a la que empezó a mandarle cartas. En una de las primeras le decía que tenía la sensación de escribirle “en medio de una guerra o de otra clase de acontecimientos que uno no puede imaginar del todo”; en otra, un poco después, le confesaba que sentía “una desdicha rayana en la confusión”. Cuenta Reiner Stach, en su biografía de Kafka, que en esas primeras cartas “ya estaba ensayando una retórica del autoempequeñecimiento que más tarde, en correspondencias mucho más importantes, refinaría hasta la perfección”.
El lunes, 3 de junio, se cumplieron 100 años de la muerte de Kafka, y al hilo de este aniversario, entre otros numerosos libros, se ha publicado la segunda entrega de sus cartas (Galaxia Gutenberg; traducción de Carlos Fortea) —quinto volumen de sus obras completas—. Están allí las últimas que le dirigió a Felice Bauer y buena parte de las que empezó a escribirle a Milena Jesenská, y se incluyen también más de 150 misivas que no habían aparecido hasta ahora en España. En una de las que le dirigió a Max Brod, en 1916, le comenta de paso: “Allá donde está la verdad, no es posible apreciar a simple vista más que insignificancias”.
Y de cantidades ingentes de insignificancias están llenas todas sus cartas. Resulta revelador en aquellas que le empezó a escribir a Hedwig Weiler el obsesivo afán que manifiesta por interesarse por cada detalle de su vida y por darle cuenta también de todas las pequeñas cosas que a él lo mantenían ocupado, o que simplemente le interesaban. Fijar cuanto ocurre, abrirse al mundo para agarrar cada minúsculo matiz, rascar en las sombras, atrapar el vuelo de una mosca: lo que Kafka parece perseguir al dirigirse por escrito a las mujeres que ama y a sus amigos es la voluntad de construir un territorio común, una visión compartida, de procurar llenar de palabras aquello que se está permanentemente escapando para salvarlo, de encontrar el tono, la mirada, quiere apoderarse y lanzarse a la conquista de las insignificancias para alcanzar la verdad. Fuera de toda imposición, destruyendo cualquier molde, como si de eso se tratara, de hacer propio lo que está ahí, la vida. Y como si esta solo pudiera celebrarse con las palabras.
Europa, la idea de Europa, está también hecha de palabras. Fue hablando y buscando acuerdos como lograron entenderse después de la II Guerra Mundial países que hasta hace poco habían sido enemigos. Europa solo existe de verdad en las palabras, y por eso Kafka es radicalmente europeo. Nadie se impuso hasta tal punto como él la tarea titánica de estar siempre pendiente. Y eso es lo que recogen las miles de páginas de su correspondencia. “Nos escudriñamos a nosotros mismos escarbando como topos y salimos ennegrecidos por completo”, le comentó a Brod en 1904. A Hedwig Weiler le había advertido desde el primer instante que le escribía en medio de una guerra, y es que es posible que de la insignificancia (lo que en definitiva resume lo que somos) solo podamos ser conscientes en el campo de batalla.
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